El maltrato psicológico de baja intensidad suele ser un recurso de enseñanza muy extendido. Tan arraigado en la sociedad que casi siempre pasa inadvertido dentro de la endemoniada maraña en las que a veces se convierten las relaciones humanas. De hecho, es la predilecta de una de esas relaciones, la que existe entre el maestro y el alumno.
Este tipo de maltrato está presente en la madre que enseña a su hijo a controlar los esfínteres, en el padre que le adiestra para andar en bicicleta o en la maestra que agobia a sus alumnos con la tabla de multiplicar.
Lo curioso es que esa experiencia, la del maltrato psicológico de baja intensidad, se intenta seguir usando en los adultos para guiar cualquier proceso de aprendizaje. La proyección en la edad adulta, pasa de un enérgico sacudón, una reprimenda aireada o la simple adjetivación menospreciativa (“¡muchacho bruto!”) a un nivel más sofisticado, indirecto y disimulado, pero no menos machacante y repulsivo.
Enseñar no es una experiencia común, lo es más el aprender, por eso me parece justificado que la mayoría de las personas que se ven obligadas en la edad adulta a enseñar algo a alguien, lo hagan siguiendo la única pauta que conocen, la del zarandeo emocional del aprendiz. Pero lo que resulta desconsolante es que gran parte de las personas que enseñan como medio de vida, suelan rodearse de un arsenal de elementos intimidatorios, claramente obstáculos del aprendizaje.
La petulancia, el cetro de poder con el que se atavían y la charlatanería, están presentes en mayor o menor medida, en un gran porcentaje de enseñantes de casi todas las disciplinas, porque enseñar en occidente, rara vez se elije como medio de vida con la mediación de una vocación. El maltratar psicológicamente, se convierte entonces en una forma económica de mantener una distancia de seguridad, basada en la impotencia del alumno. En la sumisión incondicional y muchas veces en un juego perverso en el cual el enseñante se siente, sencillamente, superior. Y ese sentimiento es adictivo.
Uno de los elementos que hacen que se consolide esa tendencia anómala, es algo que se da por hecho, porque sencillamente siempre ha sido así, y es que la persona que enseña, sea la misma que evalúa el grado de aprendizaje del alumno. Las historias de humillaciones basadas en esta realidad son inextinguibles, alumnos que arañan puntos a base de triste adulación o sistemático lisonjeo y otros que los pierden por no caer simpáticos, porque así las cosas, evaluar no es una operación aséptica, sino una manifestación de poder.