Apareció en pantalla con un chubasquero colorado y la mirada pedagógica del aprendiz de meteorólogo. Durante la última semana habíamos amanecido mirando el cielo, intentando adivinar en las formas de las nubes, si nos había alcanzado ya el mal tiempo. Un anunciado temporal de lluvia y viento, de esos que nos disuelven la sal de las vacaciones.
Esa mañana no hizo falta. La chica del tiempo, en directo desde Galicia, con su atuendo de caperucita y el micrófono por barbilla, nos confirmaba que un fenómeno meteorológico producto de la fusión entre una Tormenta Tropical y una Borrasca Atlántica, se acercaba a la península. “Para que se hagan una idea”, continuó, “es como un Amor Imposible que nace, pasa fugaz e intensamente y se va para no volver.”
Lo dijo con el mismo tono de quien narra el atraco a una joyería pero con ese dejo a compasión por los no iniciados en el arte de interpretar la jerga del tiempo.
No dudo que cortara la conexión con el convencimiento de que todo el mundo le había entendido la atípica analogía, porque, al parecer, no hay nadie que no sepa algo de Amores Imposibles.
Al Amor Imposible se le reconoce en el primer segundo, por eso no hay borrasca ni tormenta que lo amilane. Se sabe de vida corta, intensidad compacta y de resaca larga. No es de los que tiene tiempo para ponerse a ver nevar por la ventana ni pasarse las tardes de domingo sacándole lustre a los zapatos favoritos.
La analogía de la chica del tiempo se me antojó perfecta. La diferencia es que, en el caso de los Amores Imposibles, el mal tiempo comienza cuando se acaban. Aunque es de agradecer, que vengan con la misma dosis de resignación con la que vemos llover en vacaciones: No se puede hacer más que esperar a que escampe.