Buscar lectura que soporte el calor es una tradición para muchas personas por estas latitudes. Cada verano trato de armarme con uno o dos libros de esos que se leen boca arriba, para los que no hace falta seguir una trama y que se puede soltar y remotar con la misma facilidad con la que se sorbe un daiquiri.
Para aquellos lectores con gustos similares a los míos, recomiendo dos ejemplares que reunen dichas caractaristicas.
El primero, Las cien mejores anécdotas de la segunda guerra mundial, de Jesús Hernández. Un ameno recopilatorio de pequeñas historias, muchas de ellas curiosas, que tuvieron como marco aquellos años en los cuales lo globalización se expresaba a través de las balas.
Seguidamente, o en el orden que quieran, De los números y su historia de Issac Asimov. A mi no me gusta Asimov como narrador de Ciencia-Ficción, pero como articulista y ensayista me hipnotiza. Este ejemplar está lleno de citas a pie de página que amplían la explicación original, referencias con otros episodios históricos, vamos, la mar de entretenido, claro, con la salvedad de que estamos hablando de Matemáticas y un redactor muy peculiar.
Les dejo un aperitivo:
Como todos, también yo busco el amparo y el apoyo de muchos mitos estimulantes. Uno de estos artículos de fe por el cual siento especial predilección consiste en afirmar que no se puede oponer ningún argumento en contra del sistema métrico decimal, y que las unidades que se usan comúnmente en los Estados Unidos constituyen un conjunto indefendible de tonterías que conservamos solamente por una especie de obstinación insensata.
Imagínense entonces la preocupación que me asaltó cuando hace poco me topé con una carta de un caballero inglés que denunciaba amargamente al sistema métrico como artificial, estéril y desconectado de las necesidades humanas. Por ejemplo, decía (y no lo cito textualmente) que si uno desea tomar una cerveza, la medida adecuada es la pinta. Un litro de cerveza es demasiado y medio litro es demasiado poco, pero una pinta, eso sí es lo justo.
Por lo que yo puedo decirles, el provincialismo de este caballero era sincero, hasta el punto de llegar a creer que aquello a lo que uno está acostumbrado tiene la fuerza de una ley natural. Me recuerda a aquella inglesa devota que se oponía firmemente a la enseñanza de todo idioma extranjero, levantando su Biblia y diciendo: «Si el idioma inglés les sirvió al profeta Isaías y a San Pablo Apóstol también me ha de servir a mí».
Cuando encuentre los de éste verano, ya les contaré.