Si tuviésemos tiempo para meditar un rato al día, al menos durante el periodo en el que se entibia un café, podríamos estar alerta a un síntoma intelectual que puede convertirse en el enemigo que todos llevamos dentro: la aparición de la zona de confort. Es decir, aquella parcela emocional en la que dejamos de tomar riesgos, solemos postergar decisiones y adecentamos nuestros miedos, mientras el mundo sigue su propio curso y nosotros con él en aparente armonía.
No leemos a un nuevo autor no vaya a ser que nos tumbe del altar a los ya conocidos y con los que solemos, por hábito, estar de acuerdo. Tampoco damos cabida a cantantes contemporáneos, por si hacemos el ridículo como cucaracha en baile de gallina en sus conciertos y mucho menos a seguir una serie de zombis porque, en el fondo, está mal visto seguir admitiendo que nos asustamos en la oscuridad.
La zona de confort es para un ratito. Para descansar de la vorágine, porque en realidad, es el opuesto a la estabilidad que aparenta proporcionar. Cogerle cariño es caer en el peligroso juego de amancebarse con el presente.
Amanecí con el halo moralizante de un pastor de Kentucky.