Disturbarse nunca le resultó un acto de intimidad, a lo sumo, un placer reservado. Tenía la convicción de que su ángel de la guarda era aún inexperto, se tomaba muy a pecho aquello de ser su sombra y no le abandonaba ni para fantasear. Se acostumbró al recatado ritual de meterse en la cama a oscuras después de Completas, arriar los ojos y darse la vuelta con el movimiento armónico de llevarse la manta al cuello y erigir su mano izquierda como símbolo de libertad. Prefería apaciguarse de costado, mirando hacia la pared y usar su espalda acaracolada como refugio. A su remordimiento, distraído, sólo le quedaba la opción del estupor, ese elemento necesario para aprender el arte de escuchar cómo gime el silencio.