Intuyo que mi generación dedicará en total más tiempo a sus hijos durante la infancia que todo el tiempo que lo hicieron las generaciones precedentes. Especialmente los hombres. Lo inquietante es el desasosiego que produce barruntar que nuestros hijos, de adultos, no lo recordarán porque la memoria se lo lleva muy mal con la cotidianidad.
Lo normal es que recordemos las ausencias, esas rupturas de lo que considerábamos normal, de lo que debió haber sido y no fue: El golaso que metí y que papá no vio, lo bien que bailé y papá no llegó a aplaudir o todas la veces que fracasé y no estuvo allí para consolarme. Da igual todos los golasos que previamente le hayas celebrado, los ¡bravos! que hayas gritado en sus grandes actuaciones o que le hayas levantado el ánimo cuando las cosas no salían bien. Sólo fijarán en la memoria las rupturas de esa progresión: las ausencias.
Todo esto contrasta justamente con las generaciones precedentes, donde lo excepcional era que papá estuviera allí. Mi Padre murió cuando yo tenía ocho años. Fue como cualquier otro padre de su generación, muchas horas trabajando, habitualmente lejos de casa y con poco tiempo para jugar. Era la normalidad. Pero cuando estaba, se producía un pequeño acontecimiento. La única conversación de hombre a hombre que tuve con mi padre es uno de los más bellos tesoros que guardo en mi memoria, cuando después de una soporosa siesta de Sábado se dedicó toda una tarde a contestarme a una pregunta ingenua: Papá, ¿Cómo es el Sol?
Se lo inventó casi todo, aunque se mantuvo fiel a la verdad. Llegó hasta Plutón aguantando con ecuanimidad mis preguntas encadenadas. Fue por unas horas mi Copérnico particular, un gran traductor a mi cosmovisión y el forjador de ese momento trascendental en el que entiendes que hay situaciones en las que la realidad no se corresponde con la evidencia pero que Eppur si muove.