Existen humanos con pequeños poderes que pueden causar más infelicidad a sus congéneres que otros que imponen su voluntad por la fuerza. Están por todas partes y normalmente pasan inadvertidos porque están camuflados por la Ley. Su poder es pequeñito y acotado, de ejecución breve pero continua y está especialmente acrecentado en los Estados débiles. El poder de poner un sello, de tramitar una solicitud, de darte una cita, autorizarte el paso o hacerte esperar indefinidamente. Obviamente, cuando hablo de infelicidad me refiero a la consecuencia genérica que el abuso de ese pequeño poder produce y cuyo abanico de sentimientos es muy amplio. Habitualmente está dominado por la frustración, la impotencia y la indignación.
En un estado débil el poder de la función pública suele ser discrecional. Por ejemplo, obtener un documento de identidad sólo está parcialmente sometido a la Ley porque a ello hay que sumarle la discrecionalidad de un funcionario. Acceder a un tratamiento médico, tramitar un permiso para casi cualquier actividad o la más mínima gestión, pasa por el filtro de un pequeño poder que necesita ser estimulado para actuar, normalmente, por un pequeño soborno. Es la versión pública del nightclub bouncer, pero del estereotipo de las películas, no de los que desarrollan grandes dotes comunicativas y de intimidación no violenta.
En los casos más dolorosos, el pequeño poderoso determina quién vive y quién no y diversifica el soborno a niveles inmorales y denigrantes que los estados avanzados (institucionalmente hablando) sólo han experimentado en las guerras.
En el Estado avanzado, un pequeño poderoso puede evitar que tomes un vuelo comercial y, en función de quién sea la víctima, puede armarse un escándalo. Pero en un estado débil un pequeño poderoso (aun con un poder acotadisimo) puede evitar que la población coma.
Lo que estimula a un pequeño poderoso en el primer mundo es el ejercicio efectivo de ese poder, es decir, la sensación de ser dueño y señor de una pequeña parcela de superioridad sobre el resto de los mortales. Abusar normalmente no va más allá de ser absurdamente escrupuloso con su tarea o simplemente desagradable, porque el abuso suele tener consecuencias. Pero en otros sitios más desgraciados, ejercer un pequeño poder – además del soborno – se hace para vivir intensamente toda la parafernalia que acompaña al gran poder, incluida la adulación, la reverencia y el temor.
Lo peor es que los pueblos se acostumbran. Lo hacen porque los principios que rigen el gran poder son indistinguibles de los del pequeño y porque a medida que el tiempo pasa, obedecer al poderoso, grande o pequeño, se convierte en un acto reflejo.