Una de las ventajas de no incluir publicidad durante estos catorce años es que me puedo poner autobiográfico para ilustrar algunos temas sin preocuparme por el share. Una día, estando en preescolar, empujé a una niña y la estampé contra la pared. Le salió un chichón volcánico en la frente. Alegué defensa propia y obedecer órdenes superiores. Ante el escándalo de mi sincera respuesta hicieron llamar a mis padres. Recuerdo ese día claramente porque escuché por primera vez dos expresiones que, aunque no entedí hasta pasados algunos años, marcaron como mantra familiar toda mi infancia. Como a todos, nuestros padres nos crían a fuerza de mantras, con la esperanza de que algún día veamos a luz: no hables con la boca llena, en la mesa no se canta, abrígate, ponte las zapatillas, etc.
Las instrucciones a las que obedecía eran muy simples y estoy seguro que aún hoy se repiten en boca de muchas madres: si otro niño le pega, no se deje, responda. En aquellos tiempos en El Caribe a los niños nos trataban de usted para dejar clara la jerarquía. Así que me limité a cumplir con lo dicho por mi madre porque la niña me había empujado primero. La sorpresa vino cuando mamá me dijo, enfrente de mi maestra, que lo había hecho muy mal. Primero porque era una niña (y ella había dicho niño) y segundo, porque no había sido proporcional. Aunque lo primero estaba claro, aprender el significado de la proporcionalidad de las reacciones me tomó mucho más tiempo.
El segundo mantra salió de papá: este fue mas enigmático, pero no pregunté. Me quedé dándole vueltas hasta que los lóbulos frontales estuvieron preparados para comprender una sinapsis que ya estaba hecha. Mientras, los adultos de mi entorno sonreían complacidos cuando se la oían decir a un niño regordete: A la mujer… ni con el pétalo de una rosa.
Era una expresión incompleta, incomprensible para un niño tan pequeño, con esos puntos suspensivos que no sabía a qué se referían, pero que mi padre se encargó de repetir todo lo que pudo. Y creo que hicieron bien, porque hay sufrimientos sociales que sólo pueden erradicarse desde la infancia, con la misma estrategia de los círculos de defensa que aportan las vacunas.
Hay muchas personas que llegan a la edad adulta confundiendo términos que son transcendentales para la vida. Creen, por ejemplo, que rápido es igual que ágil, que ardor es igual a dolor y que, especialmente, diferencia equivale a desigualdad y que esa diferencia justifica una relación de poder y sometimiento. Por eso pienso que los pequeños deben aprender la igualdad entre hombres y mujeres con la misma naturalidad y método con el que aprenden otras conductas: sin darse cuenta. Puede parecer una perogrullada, pero es necesario repetirlo, como un mantra, porque es solo desde la familia y la escuela donde se puede luchar con mayor efectividad contra la violencia machista hacia las mujeres.
Así lo creo porque así me lo enseñaron mis padres y no porque lo haya visto en una campaña de sensibilización.