Voglio entrare per la finestra

Tuve suerte. Una mañana cualquiera, mediando los trece años, un profesor de literatura se me acercó con un cassette en la mano, rotulado a boli, que ponía Les Luthiers. Entornó la cabeza como si fuera un estraperlista consumado y anteponiendo mi apellido me dijo en bajito: escuche usted esto.

Fue toda una revelación de juventud. Cuando llegué a casa me eché en el chinchorro, me ajusté los audífonos de diadema de una imitación taiwanesa de walkman que tenía y entonces le di al play. Lo primero que escuché fue una voz profunda y seria, que parecía decirme cosas profundas y serias, pero que en cada vuelta de la esquina giraba por donde no era, por donde no se esperaba. Que a veces parecía acercarse a un precipicio, con la precaución de quien tiene dos dedos de frente, pero que, en lugar de mirar y retirarse, decidía saltar a ver qué pasaba. Ciertamente, yo no tenía uso de razón como para saber que se pudiera jugar de aquella forma con las palabras. Y menos que me pudieran hacer reír como lo hizo aquel día y como lo sigue haciendo desde entonces cada vez que escucho cualquier obra de Les Luthiers.

Aquella voz sin nombre era la de Marcos Mundstock. Y también era suya la genialidad con la que mezclaba las palabras para hacer que el cerebro se riese solo, ese truco con el que reacciona cuando no encuentra lógica. Era la primera vez que me exponía a una manifestación de inteligencia en estado puro, esa que sólo se puede expresar a través del gran humor, ese que, a su vez, sólo puede entrar por el oído.

Voglio entrare per la finestra fue lo primero que escuché de Les Luthiers. Una y otra vez, hasta que me aprendí de memoria, en ese italiano bastardo, toda la letra y la melodía pujante de una opereta genial, una parodia de Verdi tan lograda, que parecía suya.

Lo que no me gusta de abril es que tiene la mala costumbre de llevarse a mis leyendas, y el de este año ha sido Mundstock. Haré como si no se hubiese muerto, va a ser lo mejor. Así, a la tristeza de ayer, sobrepondré los mejores recuerdos, especialmente, los de aquellos años en los que no sabía de quién era aquella voz que, como tomando el pelo, parecía decir cosas profundas y serias para decir todo lo contrario.

Gracias y buen viaje Marcos (y saludos de mi parte a Mastropiero).

Placebo de Olvido

Me formé en una universidad rara. A los ingenieros nos obligaban a estudiar cosas tan poco habituales en la disciplina como Economía o Legislación y Ética. No eran extrañas optativas, sino obligatorias en toda regla. De éstas y algunas otras asignaturas se asentaron en mi psiquis algunos actos reflejo. Recuerdo como si fuera hoy cuando me dijeron, en la primera sesión de Economía, que la misma era una ciencia social. ¡Una ciencia social! No lo parecía, especialmente cuando te explicaban el flujo circular de la renta o la “ley” de la oferta y la demanda, pero lo era.

Como ciencia social, sus capacidades de predicción siempre han estado condicionadas por la incertidumbre de todas la componentes que la rodean. De hecho, nada se repite tanto en los texto de economía como la expresión Ceteris paribus. Esos mismos textos que normalmente explican mejor lo que ha pasado que lo que exactamente va a acontecer; mientras los autores se divierten quitando de en medio la incertidumbre con la recurrida coletilla en latín.

Sin embargo, un buen día lo entendí todo. Cayó en mis manos un librito mínimo de John Kenneth Galbraith titulado Breve Historia de la Euforia Financiera. Me dejó ver que en economía no todo es como parece, que la gente no siempre actúa como se espera y que muy habitualmente hace todo lo contrario a las expectativas. Aunque parezcan absolutas locuras. Es entonces cuando a aquel economista que logre explicar tan irracional comportamiento, tamaña rareza fuera de la norma, se le otorga un prestigioso Nobel.

Por eso creo que no. Que la pandemia del año veinte no será la debacle del mundo tal y como lo conocemos, y que tampoco cambiará la naturaleza humana como se afanan en repetir un día sí y otro también los economistas. Que no transformará la geopolítica y mucho menos los hábitos económicos previos a la crisis. Al menos, no en la dirección que haga pensar en una involución de las costumbres, incluso de las más peligrosas, como las que tienen implicaciones ecológicas. A parecer, los humanos necesitamos olvidar rápidamente para seguir viviendo y hacer como si nada hubiese pasado. Sólo respetamos en esa constante el recuerdo de lo querido. De no ser así, cómo explicar que seamos más de siete mil millones con unas cuantas pandemias a cuestas.

Casi nada de lo que predigo suele cumplirse, por eso siempre hablo de creencias. Y sé que la de esta ocasión parece contraintuitiva vista desde dentro, pero a mí me da que junto a la vacuna deseada irá de polizón un poderoso placebo de olvido, el misterioso compuesto del progreso de la especie.

Explicar la guerra

Hará cerca de un par de años reflexionaba en una nota sobre la inminencia del cumplimiento del deber de explicar la guerra a mis hijas. Quería explicarla desde la perspectiva cotidiana, de cómo afectaría nuestras vidas, de darse el caso, y de cómo nos adaptaríamos y reaccionaríamos. En aquella oportunidad terminé la nota postergando el deber, porque, aunque tenía experiencia previa con la violencia —vengo de un país del tercer mundo— no es ni de lejos el tipo de violencia integral que se hace compacta en una guerra.

Pero todo ha salido mejor de lo esperado. Mi mujer y yo cumplimos con el deber de forma progresiva cuando comenzamos a ver que los políticos se seguían dando la mano al inicio de la expansión de la epidemia del coronavirus del año 20. No los culpo, lo hicieron todos y en todos los países. Es propio de la condición humana. Somos la mar de ineficientes para hacer pronósticos, especialmente los de amenazas. Además, es algo que pasa también al inicio de las guerras convencionales: no hay que olvidar el júbilo y la soflama patriótica de las familias europeas cuando mandaban a sus hijos al frente en el verano de 1914 convencidos de que estarían de vuelta a tiempo para celebrar la navidad.

También ha salido mejor de lo esperado por otro elemento importante: La impresionante plasticidad del cerebro infantil. Explicamos con calma cuál sería nuestra nueva realidad por adelantado —sólo bastaba mirar a China como ejemplo— y cuáles serían las cosas que deberíamos esperar y que esas cosas irían cambiando; que había que estar alerta y colaborar todos. No ocultamos información, lo que sí hacemos es filtrarla, para adaptarla a sus edades. Pensamos que los niños no deberían ver los telediarios, pero tampoco estar ajenos a su entorno.

En efecto, una pandemia no es una guerra convencional, ni-de-le-jos, pero tiene otros aspectos similares: incertidumbre elevada, cambio drástico en el estilo de vida, ruptura de la estabilidad económica familiar, sobre todo por las pérdidas de empleo, muchos muertos, muchos heridos, muchos cercanos, dolor, humor, crueldad, tristeza, crisis sanitaria, reconversión de las cadenas de producción, desconcierto, escasez de recursos, héroes anónimos, desconfianza del prójimo, oportunistas, solidaridad con el prójimo, pánico variable, farsantes, insensatos, crisis económica, miedo y esperanza.