Michael Ducler es solo. Es solo como se suele decir en los pueblos, para referirse a las personas que llevan su vida con el apoyo de nadie. Es un uso curioso del verbo ser, pero que aplica tanto a las madres solteras, que crían a sus hijos íngrimas en su sacrificio -Ella es sola pa’ todo- como a esos hombres ya ancianos, que han sido olvidados por sus hijos y son acompañados ahora por sus fantasmas.
Pero la soledad de Michael es más afortunada. Es un reto hablar de su vida, porque sólo tengo tres puntos para trazar esta nota. Pero más lo es, el rellenar esos blancos sin caer en el dramatismo antológico de los artículos de Selecciones de Reader’s Digest.
Conocí a Michael hace unas semanas. Más bien, me lo presentaron. Había llegado a Santa Ana de Coro, en el Caribe venezolano haría unos quince años, digamos que de polizón, -para ponerlo fácil- procedente de Haití, su depauperada tierra natal. Michael era conocido en Coro, porque trabajaba, hasta hace unos días, como bombero (expendedor de combustible) en una concurrida estación de servicio. Y porque hablaba un español atropellado, con un dejo de colono francés, y porque era negrito. Que es mucho decir en una tierra de negros.
De pequeño yo también quería ser bombero, pero no de los que apagan incendios, sino de éstos que expenden gasolina. Mi padre siempre decía que tenían mal aspecto y olían a mono, pero a mí lo que me impresionaba era la faja de billetes que sacaban para dar el vuelto. ¡Eran millonarios! Obviamente, luego me llevé la gran decepción, como también me pasó con los cajeros de los bancos. Aclarado que un bombero gana muy poco, cualquiera observador externo llegaría a la conclusión de que Michael, como muchos otros bomberos, trabajaba para sobrevivir, pero eso era una verdad a medias. Lo hacía para algo más extremo y arriesgado todavía: Para estudiar.
Eso todo el mundo lo sabía en el pueblo, y lo respetaba, aunque con cierta incredulidad. Ya saben, no fueran a ser puros cuentos del muchacho.
Pero en el Caribe desistimos rápidamente de la envidia y los malos pensamientos, cuando las evidencias son tan contundentes, y más bien nos convertimos en respetuosos testigos y admiradores del esfuerzo ajeno. Por esta seña de identidad, es que puedo explicar el que una mañana de finales de julio, todo un teatro, lleno de familiares de graduandos ataviados de zamuro, rompiera la monotonía de los aplausos de protocolo, y se pusiera en pié para aplaudir a Michael Ducler, mientras le era otorgado el título de Médico Cirujano, después de años persiguiendo en solitario su sueño, pagado con la humildad de quien llena tanques, mide el aceite y limpia los parabrisas.
Como a lo largo de su vida, su familia tampoco pudo ser testigo de la proeza de este Haitiano tozudo, pero me consta que muchos padres corianos, aprovecharon el momento, para soltarle a su hijo el del pircing, el del tatuaje, el del chicle, junto con una miradita lateral, como de becerro: Fíjate bien muchacho e’l coño, pa’ que cojas ejemplo.
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Nota del Cartero: He asumido aquí, que su nombre se escribe como suena. Días después, intenté entrevistarme con él, pero fue infructuoso. No le parecía que hubiese nada especial en su vida, como para merecer un trato distinto al resto de sus compañeros de promoción.