Buscaba un lugar que fuese seguro y cómodo, exento de extremismos nacionalistas y cuyo futuro resultase próspero. Quería hallar un país democrático en que pudiera establecerme con carácter definitivo. Por último, después de mucho buscar, decidí quedarme en Venezuela.
Juan Pujol García. (Garbo)
Lo resumiré para quien no lo conozca. Garbo fue el nombre código de un doble espía magnífico. De hecho, es el único del que se tiene noticia de haber sido condecorado por ambos bandos durante la Segunda Guerra Mundial. Pero Juan Pujol García ha pasado a la historia, principalmente, como el hombre que convenció a los nazis -en un alarde magistral del arte del engaño- de que el desembarco no sería, ¡ni de vaina!, por Normandía, facilitando el éxito aliado del día D. ¡Ah! se me olvidaba, era Catalán. Finalizada la guerra decidió salir de Europa, porque no le resultaba un lugar seguro. Se paseó por varios países de Latinoamérica para seleccionar donde empezar su nueva vida. Optó por Venezuela; fingió su muerte y se dispuso a comenzar de nuevo, en un lugar idóneo, que le guardaría el secreto de su verdadera identidad.
Existen varios libros sobre Garbo, así que lo dejaré aquí, porque mi interés hoy no es biográfico. Sólo quiero citarlo como un ejemplo extremo de las ironías vitales. Esas que adquieren forma de certeza y que a veces te rondan, como para intentar convencerte de que la mitología griega explica mejor la realidad humana. ¿Cómo poner en duda la existencia de dioses adolescentes y despiadados jugando con nosotros, ante la contundencia de las evidencias?
Garbo confiaba en su país de acogida, ya que sin mucho rechistar le había brindado lo justo y necesario para recomenzar: Un permiso de residencia, una cédula de identidad y una licencia de conducir. Sin embargo, esa tierra de gracia, se le negó en casi todas sus aventuras como empresario, esas que pudo iniciar sin las limitaciones de la escasez y con la agradable sensación de hacer algo sin mancha, desde cero. Como siendo otro. Comenzado al final de los años cuarenta, compró, acondicionó y fracasó con una hacienda en Valencia, dio clases de ingles y/o español para la gente de la Shell Oil Corporation, tuvo una tienda de artesanía en Bachaquero y Lagunillas, y hasta montó un hotel en Choroní cuando allí no había ni carretera. Estas iniciativas tuvieron sus altas y sus más frecuentes bajas, sin embargo, Garbo nunca dejaba de intentarlo.
Las dos vidas de este hombre son dignas de ser releídas, pero lo más interesante es la reflexión a la que invita, sobre el sentido de la frase rehacer una vida, dado el sentido extremo con que lo hizo Garbo, que incluso fingió su muerte. Rehacer en estos casos se emplea frecuentemente como cura, luego de un fracaso muy fuerte. De tocar fondo, o simplemente una mañana cualquiera mirando el techo. El punto es que esta expresión suele mezclarse -hasta confundirse- con la garantía de éxito, y me da la impresión de que las estadísticas no ayudan a sostener esta dupla. Es como si pase lo que pase y cuantas veces lo intentemos, estamos obligados a experimentar las sacudidas inherentes a cualquier largo viaje de aprendizaje. Vamos, que rehacer, cuando se trata de vidas, es más un estado de ánimo que una acción blindada contra las contrariedades.
Al final, Venezuela cumplió su parte. Caracas, Valencia, Lagunillas, Bachaquero y Choroní le guardaron el secreto de su vida pasada, hasta que a mediados de los ochenta, curadas muchas heridas, le contó a su mujer, a sus hijos y al mundo quien había sido, ya que ellos sabían perfectamente quién era. Pero del resto, esa tierra que él había elegido para re-vivir, no pudo hacese responsable en lo absoluto, porque en los vericuetos del rehacer vidas, como se sabe, son los dioses los que mandan.