He terminado ya con las quinientas páginas de El código Da Vinci. Lo compré porque suelo dejarme llevar mucho por la distribución boca a boca. Eso de ver a un montón de gente en el metro con el libro de portada carmesí, pues pica a cualquiera. La historia de ficción que cuenta es buena, entretenida y deja muchas referencias para seguir indagando sobre el tema. Sin embargo, no deseo referirme a ésta u otra trama de algún éxito de ventas reciente, sino a la manera de contarla.
Tengo un problema genético que me impide leer teatro. Simplemente, los diálogos escritos me resultan antinaturales. Eso no quiere decir, que caiga en el absurdo de la molestia porque a otra gente le guste, vamos, que no voy en onda taxativa. (Tal vez esta tendencia no sea más que un cambio de gusto generacional.) Bueno, no sólo Dan Brown, sino toda una nueva generación de escritores –creo yo, para mi gusto- están abusando del diálogo como recurso literario. A veces me siento que estoy leyendo un guión cinematográfico y para eso, pues es mejor ver la película.
Asimismo han prestado del cine, el manejo temporal, con lo cual han reducido a un cambio de capítulo lo que antes era una transición armoniosa e imperceptible hacia el pasado o el futuro. Finalmente, han adoptado también el modelo de escenas puntuales, para repartir la historia. Si leen con cuidado, notarán que siempre comienzan planteado el decorado, los personajes presentes y finalmente la acción, se habla poco de sensaciones, -más bien de acciones- y cuando lo hacen, tiran de lugares comunes como aquello de poner los pelos de punta y cosas así.
Pero lo que más me llama la atención, es la creciente tendencia y torpe manejo del product placement que hacen en literatura. El placement, es un término usado en publicidad para referirse a la colocación o mención de productos en radio, televisión y cine, entre otros. A ver, cuando ven una máquina de coca cola en el decorado de una sit-com, es casi seguro que coca cola está pagando por ello. Allí hay de todo. Como los elegantes, que hacen que su producto se integre naturalmente en la trama, hasta otros cansinos como los de Fedex en El náufrago.
Cito algunos ejemplos del Código, aunque sin tener idea si han pagado por ello, o es un recurso del autor. Por ejemplo para referirse a coches (carros), lo que antes era un simple vehículo de la policía, es ahora un Citroën ZX. Ya no hay un vehículo de alquiler, sino un Volvo, negro con asientos de cuero. Y nada de vehículos todo terreno, ahora es un Range Rover color negro perla, con tracción en las cuatro ruedas y luces traseras empotradas. Pero también los personajes hacen anuncios, como cuando un protagonista le indica al otro cuál es su coche en el estacionamiento: Es ese, es un Smart, gasta sólo un litro cada cien kilómetros.
En fin, que hay que pasarse rápidamente por esos párrafos, porque detalles como esos le restan, a mi juicio, sabor y fluidez a la narración. Hace unos años, leí que un escritor había abierto el periodo de recepción de solicitudes para aquellos anunciantes que quisieran aparecer en su novela. Nunca volví a escuchar nada del asunto, pero creo que se terminará convirtiendo en una costumbre generalizada… una manera de paliar la disminución de ingresos por el descenso de lectores.