Porqué deben los niños memorizar poesía (revisitado)

Rara vez un niño sabe lo que dice cuando recita de memoria una poesía. Navega por las rimas guiado más por su melodía intrínseca, que por el significado de las palabras. Aún así, es buena costumbre aprender unos cuantos versos de memoria durante la infancia. Y que se haga, incluso, aunque no se quiera. Ya que alguna mañana no muy remota, el niño dejará de ver el mundo como debería ser para topárselo tal y como es. A partir de ese instante, tan breve que casi nadie recuerda, le tocará afrontar la vida solo, siendo dueño de sí mismo. Y entonces, cuando las cosas que le sucedan carezcan de sentido y estén aún sin descubrir; cuando tiemble de miedo ante las amenazas reales o imaginadas; cuando no sepa qué rumbo tomar o en quién confiar, podrá recurrir en secreto, en un susurro íntimo y portátil, a la poesía que aún vive en la profundidad de sus recuerdos. Recitándola, podrá volver al refugio de calma de cuando la vida estaba exenta de dudas, las cosas todavía tenían olor y la muralla del amor de sus padres le protegía de todo peligro. Sólo desde allí, desde la completa sensación de sosiego infantil que sólo un adulto puede reconocer, se deben tomar las decisiones que de verdad valen la pena.

Höφp y el secreto de amantes (II)

El doctor SԀӫmek y yo mantuvimos aquella conversión en oldeato antiguo. Un dialecto extinto de los poblados al suroeste de Tantumtorpaq. No por presunción académica, sino por motivos de seguridad. La revelación de secretos es un delito de pena mayor. Sin embargo, se cuentan con los dedos de una mano (y sobran) las sentencias que la han impuesto a lo largo de los últimos ochocientos años. La gente en Höφp respeta tanto el secreto, que incluso guarda en secreto la revelación de uno.

Aurdionus tenía una clase luego de nuestro encuentro, así que me quedé en la cafetería completando mis notas. La amable señorita que había estado reponiendo nuestra dosis de café durante toda la tarde, se acercó una vez más para traerme la cuenta que le acababa de solicitar, y mientras escudriñaba en la bolsita de las monedas que llevaba al cinto para darme el cambio, me dijo sin apartar la vista: no le crea el viejo de la barba, La rey Arteolÿ no hizo eso por la guerra, lo hizo por miedo. Me lo dijo mi abuela y eso todo el mundo aquí lo sabe. Como veis, las lenguas muertas nunca mueren.

En tres minutos la señorita me doy dos pistas más y me dijo: usted averigüe y juzgue por sí mismo. En efecto, resultó ser otro de los orígenes del secreto de amantes, uno tan rocambolesco como el primero, y que según pude entender, representa el que creen a pies juntillas la otra mitad de los habitantes de la nación. Este origen se basa en la no documentada afirmación de que La rey Arteolÿ I era un ciclán. No se tienen muy claro si su caso de criptorquidia era de nacimiento o un accidente de juegos reales, lo que si es cierto es que es previo a su primer matrimonio. Ante la ausencia de descendencia con su primera esposa, sus asesores le recomendaron el repudio ya que estaba completamente amparado por el derecho consuetudinario del reino, pero dado que se había casado por amor, no le pareció digno, así que, también por amor, terminó fundando la institución del divorcio. Se casó tres veces más sin lograr descendencia, hasta que el médico de la corte que acababa de volver de un periplo por oriente, le explicó crudamente la razón de su incapacidad reproductiva: Según su médico, la concepción requiere del trabajo conjunto de dos mitades de un macho que deben juntarse con dos mitades de una hembra. Ante la ausencia de su otra mitad, este prodigio de la naturaleza no se llevaba a cabo.

Según se cuenta, las deliberaciones fueron muy dolorosas para La rey, pero los asesores se mostraron unánimes y concluyentes. Se necesitaba la participación de otra mitad para mantener la estirpe. Así las cosas, La rey Arteolÿ I procedió de forma expedita: mandó a levantar un inventario general de los ciclanes del reino y promulgó el real decreto del secreto de amantes. Queda registro de que sus expertos en leyes no entendieron muy bien con qué fines hacía ésto último, pero el resto es historia. Tampoco está muy claro si su esposa eligió o no a su amante ciclán para complementar los limitados efluvios reales, o si sus encuentros tenían algún ritual de sincronización para que la predicción de la ciencia médica tuviera efecto, o si simplemente se dejaba a la naturaleza actuar libremente. Lo cierto es que a poco más de un año de aquellos rápidos movimientos estratégicos, la dinastía comenzó a alejarse del peligro de la extinción.

Höφp y el secreto de amantes (I)

Lo siguiente me fue revelado por Aurdionus SԀӫmek (se pronuncia esdóumik), doctor en antropología comparada de la Universidad Alvadiana de Höφp. El doctor SԀӫmek es la cabeza visible de un movimiento nacional que busca reformar la constitución para abolir el secular secreto de amantes.

Trataré de resumirlo, aunque se plantea como una tarea ardua, dadas las múltiples aristas de un derecho civil secreto. Cualquier ciudadano de Höφp posee el derecho constitucional de tener un o una amante y la obligación de no develar su identidad. Ello establece igualmente ciertos requisitos, por ejemplo, el que sólo puede ser ejercido por personas casadas con un contrato de, al menos, primera renovación (en otra entrega ahondaré en ello); ser mayor de diecinueve años y tres quintos; no ser pelirrojo o pelirroja y no haber nacido en el mes de febrero. Por norma general estas últimas peculiaridades han sido superadas con tecnología o apaños burocráticos.

El origen de este precepto constitucional, bueno, uno de los orígenes que aportan los especialistas y que trataremos en esta nota, se remonta al año cuatrocientos treinta y uno antes de Cristo, cuando fue otorgado por disposición de la rey Arteolÿ I. Hasta entonces, las uniones entre hombres y mujeres se correspondían con la de una sociedad donde la poliginia era la norma. Como igualmente lo era el que las mujeres de los hombres que morían en las guerras quinquenales fuesen adoptadas con su prole por alguno de los supervivientes, pero a diferencia de otras culturas, la de Höφp prohibía expresamente que el nuevo esposo fuese familia del difunto. La figura de la mujer casada (o no) era más cercana a la de una propiedad que se usaba para mantener el equilibrio demográfico y cubrir la logística de la guerra que la de un ser humano. El hombre sólo se dedicaba a la guerra y a la preparación para la misma. Así, el matrimonio era una institución con emparejamientos de por vida arreglados entre los pater familias y donde los involucrados tenían poco que decir. Hasta aquí, nada muy distinto de las prácticas de las culturas aledañas.

La guerra del cuatrocientos treinta y uno fue anormalmente corta y de muchos supervivientes. Según se recoge en las crónicas, el enemigo se limitó a realizar algunas danzas rituales y a lanzar a los guerreros de la rey, justo antes de retirarse, una lluvia de bayas, minúsculas y anaranjadas, que aquellos almacenaron y utilizaron para alimentarse durante la muy recordada travesía de vuelta. Los pocos muertos contados lo fueron por picadura de serpiente o por despeñarse en los cruces más peligrosos. El hecho fue que luego de aquella guerra anómala, los vencedores, los guerreros de Höφp, no volvieron a engendrar hijos y la tasa de natalidad se desplomó.

La rey Arteolÿ I tomó entonces varias acciones, todas muy bien documentas: inicialmente procedió con una serie de rituales, ya en desuso para la época, en la que se ofrecían a los dioses sapos cimarrones al ajillo; largos periodos de abstinencia copulatoria supervisada e incluso el último recurso en la que se quemó viva a la ardilla real, símbolo de la unión del reino, frente al templo de la plaza del mercado.

Ante la inutilidad de los sacrificios y, la verdad sea dicha, un poco perplejo por la situación, la rey emitió dos edictos: el de autorización del divorcio in ictu oculi y a solicitud simple de cualquiera de los conyugues; y la autorización para tener un amante con la condición de que jamás, so pena de ostracismo, se revelase la identidad de este. Los derechos sucesorios de todos los hijos de una mujer recaían en los heredables del último esposo. En la práctica, esto derivó en que sólo los hombre y mujeres casados fueron elegibles para tener un amante secreto. La tasa de natalidad se recuperó de forma sorprendente a los pocos años y aquella primera generación de amantes lo fueron entre las mujeres habidas y los hombres que por diversas razones no fueron a aquella guerra.

Hay una peculiaridad más: La condición de amante, a diferencia de la de esposo o esposa, es de por vida, y existe un registro general de amantes secretos al que deben acudir por separado los involucrados a formalizar el ejercicio de su derecho cumpliendo con enrevesados procedimientos burocráticos para salvaguardar su identidad.

En la actualidad, el matrimonio en Höφp se ve como un deber ciudadano y la institución del amante secreto como un derecho tan inalienable como la vida. La última reforma constitucional sobre este derecho data de mil ochocientos sesenta y tres cuando la rey Arteolÿ LXXI rubricó la autorización para que parejeras unidas en matrimonio pudieran registrarse como amantes secretos siempre que hubieran estado casados por más de veinte años y procreado, al menos, un hijo; si bien tanto la generación de entonces, como la actual lo vio y sigue viendo como un arranque de ñoñería senil de la rey, pues a diferencia de sus antepasados, tuvo la suerte de casarse por amor.