Llevábamos detenidos en la vía cerca de diez minutos. Pero en hora punta suele ser normal. El pasaje ya había comenzado a realizar esa curiosa rutina de nado sincronizado: mirando el reloj mientras mueven la pierna sentada. Eran las siete y cuarenta y cinco de esta misma mañana. En un silencio de «paso de ángel», el maquinista activó la megafonía interna y reportó con una neutralidad suiza, el sucinto mensaje: Todo el servicio de trenes de cercanías se encuentra detenido, motivado a un atentado terrorista en la estación de Atocha. Disculpen las molestias. Esta vez, el léxico del maquinista fue contundente. No dejó la duda que dejan los tecnicismos. Fue claro como para dejar el tren en silencio, disculpando en la incertidumbre, las molestias de la muerte.
En la cara opuesta a la ruta de mi tren, en la estación-colmena de Atocha, la más transitada de toda la red, y en otras tres de la zona sur-este de Madrid, el terrorismo había hecho estallar las vidas de adormilados hombres, mujeres e infantes, que se dirigían a sus trabajos en obras de construcción, almacenes por departamentos y pupitres de metacrilato.
Mientras escribo esta nota, para drenar la consternación, los muertos ya alcanzan los ciento setenta y tres, y setecientos once los heridos. Atentar en un tren, es como hacerlo en varios aviones. Un convoy como los atacados, abarrotado en hora punta, puede llevar cerca de mil cuatrocientas personas. La vileza quería asegurarse, y colocó una bomba por vagón.
Terrorismo es una palabra que muestra la contundencia de su significado, cuanto más cerca nos grita al oído. Lo de hoy en Madrid, ha sido un estruendo, al menos para mi. Porque aunque no me gusten las grandes ciudades, ni la amargada premura de la metrópili, tampoco soporto verlas sufrir, ni sangrar, ni peregrinar con sus (nuestros) muertos y heridos, por las pantallas de la televisión.
Ánimo Madridz.