En Europa está abierto el debate sobre el derecho de adopción de las parejas de un mismo sexo. Algunos países como Holanda y Bélgica, ya aprueban el matrimonio, pero en ambos casos, sin derecho a paternidad. (o maternidad)
Los argumentos de los distintos actores del debate, abarcan un amplio y variopinto abanico de consideraciones: morales, biológicas, religiosas, psicológicas y hasta estéticas. Y mientras más las leo, más me encuentro agradecido por la suerte de haber crecido, en la escuela de tolerancia social que fue mi pueblo.
En mi pueblo había hijos para todos los gustos. Todos eran mis compañeros de colegio y con todos me relacionaba sin ningún tipo de discriminación. La sociedad nos trataba igual a todos y nadie se sentía especial por tener unos u otros progenitores. Sin traumas. Sin secuelas.
Los más abundantes eran los hijos “naturales”, que llevaban sólo el apellido de la madre y cuyo padre, “oficialmente” había muerto mientras la madre estaba embarazada. Bueno, pensándolo mejor, los más abundantes eran los «hijos de puta», no los literales, si no esos que se lo ganaban por méritos propios. Luego estaban los “reconocidos”, que si llevaban los dos apellidos, pero cuyo padre solía ser un anónimo fiscal de tránsito, un próspero optometrista o algún militar retirado, que lo visitaba cada dos años y le dejaba la fortuna de cuatro fuertes.
Una categoría también muy popular, además de solidaria, eran los hijos “recogidos” o de crianza, que superaban el reto de ser criados con los hijos de sangre y lo hacían tan eficientemente, que terminaban tomando el relevo en el negocio familiar. ¡Ah! y los hijos de las aventuras del padre, que las esposas también criaban como suyos.
Luego quedaban los “no alineados”, que en mi pueblo estaban representados por los hijos del cura, los solos, y los hijos del mariquita. Los hijos del cura hacían alarde, en nuestros juegos infantiles, de tener un papá que ¡hablaba en latín!, y llevaban hostias (sin consagrar, digo yo) que nos comíamos con arequipe. Los solos eran la envidia de todos, no tenían, ni padre, ni madre, ni abuela, ni nadie que los reprendiera y aunque parezca increíble, disfrutaban de una precoz y riesgosa independencia, ajena a los vicios, pues estaban tácitamente supervisados por la colectividad. Los chavos del ocho, pues. Y finalmente, los hijos del mariquita, que al revés de lo normal, habían sido abandonados por su madre cuando su padre comenzó a ceder ante la tentación del pintalabios carmín.
En la mayoría de los casos, (también el mío), los varones eran criados exclusivamente entre mujeres, familias matriarcales, como casi todas las del tercer mundo, con unas disciplinas férreas y sin que faltara nada, y en general la prole terminó desarrollando una conducta sexual con distribución estadística normal. Vamos, que no se podía decir, – aunque se chismorreaba -, que los hijos iban a salir con una conducta sexual determinada por ser criados sin referencias femeninas o masculinas.
Los hijos del mariquita, quien los crió en solitario y dejando la espalda en el camino, por las largas horas en pié embelleciendo a las matriarcas, salieron heterosexuales y siendo envidiados en la adolescencia, ya que las mujeres “felices”, solidarias con el padre, le ahuyentaban gratis los fantasmas hormonales. Finalmente, lo más paradójico de todo el cuento, es que los que terminaron convirtiéndose en unos hijos de puta, fueron los hijos del cura.