Toda mi suerte se esfumó a los once años, el día en que me gané una vaca. Luego quedó un remanente que se fue agotando poco a poco, con algún premio menor en sorteos esporádicos y con resultados nulos cuando se trataba de obras benéficas. Jamás he vuelto a ganar nada de importancia —vamos, como casi todo el mundo—; lo último, diez euros en la primitiva. Mi santa madre solía decir ante estas circunstancias: El que juega por necesidad, pierde por obligación. Y es una gran verdad. Por eso, rara vez me decanto por los juegos de envite y azar.
Creo que mi madre durmió realmente feliz media docena de noches después de los treinta años. Una de ellas fue cuando se confundió al verificar por la radio los resultados de la lotería, y creyó haber escuchado algún acierto con las terminaciones, equivalente a un premio que, según sus cálculos, le permitiría pagar la hipoteca de la casa. Sin embargo, yo no pegué ojo, pues sabía que aunque hubiese acertado, la cifra premiada se repartía, según las normas, entre todos los acertantes. Pero mamá tenía fe y guardé silencio.
Lo más inquietante del asunto, es que me dio por pensar que la fe también parecía ser un asunto del azar. Que visto en grueso, dependemos de una fuerza muy superior, omnipresente y sorda, que determina cada momento y cada aspecto de nuestra vida, y que lo hace sin contar mucho con nosotros. Y que la escasa influencia que podemos ejercer, no es más que un placebo existencial.
Con decir que la propia ciencia que estudia el azar surgió por azar, lo digo todo.