Zenobia, Mercedes y Patricia

Los premios de un escritor son siempre cosa de dos. Desde el Nobel hasta el más humilde premiecito de cualquier ayuntamiento de rebuscada toponimia. Si a extendernos vamos, no hay ningún premio —en ninguna categoría— que pueda reconocer la labor de un hombre en el que aquéllo no termine siendo cosa de dos. Porque sin una mujer que salga perdiendo por él, un nombre no puede llegar a nada, ni siquiera a morirse con la conciencia en paz.

De vez en cuando se hacen reconocimientos públicos a hombres en el desempeño de su labor. Una vez escuché como elogiaban a un celador a punto de jubilarse y padre de cinco hijos, por no haber faltado ni un sólo día a su trabajo en los cuarenta años que estuvo en activo. De su señora no dijeron nada, ni él tampoco. Obviamente, resulta imposible imaginarse la impoluta hoja laboral de aquel señor sin la intervención divina e invisible, por asumida, de una mujer facilitándole todo para que «no faltara».

Hay que tener mucho aguante, mucho guáramo para anonimarse de tal forma. Aguante como el que podríamos asociar a Zenobia, Mercedes y Patricia, mujeres de Juan Ramón Jiménez, García Márquez y Vargas Llosa respectivamente. Claro que hay millones más de ellas, pero tiro por ejemplos cercanos en el tiempo y ligados a la creación literaria, porque se me antoja pensar que allí las manía deben ser superlativas, aunque no menos importantes que las del señor de los cuarenta años sin ausencias. Es difícil establecer rangos, pero tal vez de las tres haya sido Zenobia la que se llevara la peor parte; porque intuyo que aguantar a un poeta debe ser infinitamente más sacrificado que sobrellevar a un novelista. Cada vez que leo la obra de cualquier hombre no dejo de pensar en la mujer que apoyaba con resignación a un soñador mientras éste se dedicaba a hacer cosas inútiles porque simplemente no sabía hacer otra cosa. La imagino en la intimidad de una micción preguntándose por qué coño no tuvo la fortuna de enamorarse de un hombre de verdad, verdad. Más cuando la obra es mala y absolutamente indigna de elogio. Cuánta pérdida de tiempo y juventud. Y hasta es comprensible: ¿cómo diferenciar a un buen escritor de otro que no lo es si todos los hombre mienten?

Enamorarse de un artista es mala práctica, pero inevitable. Hacerlo de un poeta es para pasar hambre, especialmente en estos días. De un novelista es jugar a la lotería, ya que pocos llegan a nada y escasamente tienen ingresos para ayudar a la perpetuación de la especie; aunque enredarse con un músico es esculpirse de antemano unos grandes cuernos en las sienes. Sin embargo, hacerlo de un hombre que no haya publicado nada de nada en su ámbito es directamente una locura. Y ese fue el pilar se sensatez de las tres mujeres a las que hago referencia, pues aunque sin sus sacrificios aquéllos tíos no hubiesen sido lo que fueron (y aunque el enamoramiento no tienen nada de sensato) al menos sus destinatarios ya habían producido algo para medir el potencial de su obra y dado alguna pista a la qué atenerse.

A Gabo lo mantuvo durante un tiempo una mujer enemorada, que conquistó en la época en que comía aire y cenaba frío en París y no había aún publicado ninguna novela. Años después, cuando a María Concepción Quintana le vuelven al tema de haberse perdido la oportunidad de un probable gran amor, ella hace un exquisito alarde de ternura para dejar entrever que, esencialmente, lo abandonó después de un año de amor porque aquel hombre no hacía otra cosa en todo el día, que escribir.

Y así todos, hasta los malos. Imagínense.

La fe en 300 preguntas

Hice la primera comunión a mediados de los ochentas del siglo pasado en una calurosa iglesia del Caribe. Ya era un poco mayor para la gracia y fue más para quitarme la persecución de las monjas del colegio. Ellas veían como una afrenta mayúscula que un alumno a punto de emigrar saliera al mundo hostil sin el esencial sacramento. Por lo demás, eran bastante tolerantes. Mi madre no me obligaba, pero me dijo que me las arreglara por mi cuenta. Así que me presenté una tarde en la parroquia y le dije al cura que quería hacer la primera comunión. Me dio un catecismo y me dijo que me aprendiera las oraciones y que me incorporara a la catequesis. — ¿Habría alguna forma de librarme de asistir? —le pregunté. Me miró y se rio como lo hacen todos los adultos con los críos que van de autosuficientes. Se tomó su tiempo y entonces, con aquel acentazo gaditano que jamás se quitó de encima, respondió: —Si de aquí al sábado te aprendes el catecismo entero, te libras chaval.

Aquél catecismo había sobrevivido desde su edición de 1958. Contaba con una primera parte donde venían las oraciones básicas y otra, de casi trescientas preguntas breves, que había que memorizar sin preguntar. Dogma sin mucho miramiento. El cura me pasó con doña Juanita, una analfabeta devota para que me preguntara las oraciones. Era la más temida por todos, no sólo por su bigote, sino porque no perdonaba el mínimo error. Estuvo a punto de suspenderme la Salve, porque ella decía “después de este entierro” queriendo decir “destierro” y tuve el atrevimiento de corregirle. Me miró muy feo, me dijo que me daba una última oportunidad y que lo volviera a recitar. Entonces entendí que con la iglesia había topado y dije, con retintín, “entierro”. Así me libré de las clases de catequesis, aunque no de la preparación de la que ya se encargaba directamente el cura. En ella describía las partes de la misa y cerraba con la confesión. Un trance que dejamos para otro día. Total, en cuatro sábados había resuelto un trámite que normalmente tomaba algunos meses. Pero eso, algunos meses.

Ahora, en el siglo XXI las tornas han cambiado. La iglesia ha decidido comenzar el proceso muy temprano y tener a los niños en formación durante tres años, ayudada por un catecismo para pequeños, con muchos dibujos que, a su vez, representa un resumen el Catecismo de la iglesia Católica, un tocho de casi quinientas páginas. No estoy seguro de su eficacia, pienso que es mucho tiempo; suficiente para que los niños se dispersen o se confundan. Pero bueno, ellos sabrán. En nuestra época Dios tomaba otras formas, más cercanas, cotidianas y contundentes, y ciertamente necesitaba menos justificación. Se adoptaba con más sencillez, aunque aquello estuviera lleno de doctrina pura y dura. En resumen: Dios se traía aprendido de casa.

En todo caso, aquella era una obligación. De hecho, en mi pueblo se desconfiaba de los ateos que no habían hecho la primera comunión  y se les calificaba de simples flojos antes que rebeldes. El ateo no hace, se hace,  porque para no creer se tuvo que haber creído antes. No creer es una desilusión, una emoción.

Todo esto viene a cuento por un encuentro fortuito del verano pasado. Mientras estaba en misa en un recóndito pueblecito del norte de España me topé de repente con una portada trajinada de aquel catecismo de mi infancia y pasé un buen rato hojeándolo. Yo es que le cogí mucho cariño como obra de iniciación a la vida adulta. Con él aprendí muchas palabras arboladas que los mayores vetaban a los pequeños, como lujuria, tentación o injuria; todas muy útiles para el conocimiento interior. También me permitió entender otras cosas más prácticas, como porqué los peloteros se santiguaban antes de batear; especialmente si estaban las bases llenas con dos outs:

Focus

Cuando a los medios de comunicación masiva y agencias de noticias se les señala por la forma en que deciden dónde poner el foco, suelen alegar que se limitan a reflejar lo que resulta relevante para la sociedad. Es un tema esencialmente controvertido y en el que no tenemos más que confiar en que la dimensión ética de los profesionales del sector funcione como garantía de equilibrio. Es lo mejor. Está absolutamente comprobado que nos iría mucho peor sin ellos, en sentido positivo, no imaginándolo como un mal menor.

Sin embargo, a veces sorprende (es un decir) porque si la cobertura está relacionada con el interés social, y se retroalimentan, algo podríamos no estar haciendo bien. Especialmente, porque en occidente ya casi no hay sujetos pasivos de las noticias, pues a través de  las redes virtuales de comunicación también participan en ese “poner foco”… aunque la mayoría de las veces sea reenviado un meme.

Pongamos por ejemplo dos episodios coincidentes en el tiempo a finales del invierno de 2017. Desconozco a los protagonistas y a las organizaciones que están detrás.

  1. Un grupo de mujeres se pone en huelga de hambre en la Puerta del Sol de Madrid, en protesta por el desamparo ante el que se encuentran, mujeres e hijos, ante la violencia machista y la laxa aplicación de la Ley. Estuvieron 26 días.
  2. Una asociación civil pone a circular por Madrid un autobús  con un mensaje que cuestiona la transexualidad. Las autoridades, en cumplimiento de la Ley, le prohíben circular por incitación al odio.

Para hacernos una idea, hagamos una prueba de cobertura a día de hoy, confiando, sin intención científica, en lo que ha recogido el Gran Indexador (a la fecha google) en su apartado de noticias, donde agrega lo que dicen los medios de comunicación en España sobre estos hechos.

          Caso 1: 27.300 resultados.
          Caso 2: 163.000 resultados.

Nada más.