Hace muchos años, cuando llegué al mejor país del mundo, anduve buscando un manual de uso para cogerle el tranquillo. Todo país tienen uno. A veces en forma de sesudos tratados filosóficos, otras como amenos libritos que reflejan los principios elementales de la idiosincrasia. Una muy buena Amiga me recomendó un clásico: El español y los siete pecados capitales de Fernando Diaz-Plaja.
Lo leí con cierta precaución aunque sin pausa. Había sido escrito en los sesenta, y tomar al pie de la letra sus conclusiones podía llevarme a error. Era una ejercicio de autocrítica para una sociedad no acostumbrada a mirarse en el espejo y que arrastraba -a veces pienso que aún arrastra- un complejo colectivo de inferioridad que transmite de generación en generación. La cosa está en que a pesar de ello, vendió más de un millón de ejemplares.
Pero no quería hablar del libro -eso para otra nota- sino de mi error. De cómo me equivoqué al partir del principio de que podría tratarse de un desfase generacional, que la España actual no era así y de cómo fui descubriendo en el día a día lo poco que las cosas habían cambiado. También fue un viaje de descubrimiento ya que fui entendiendo cómo muchos de estos rasgos eran también válidos para la América antes española. No juzgo ahora si buenos o malos, sólo válidos.
Pongamos, por ejemplo, uno de los rasgos más palpables: Hay un pasaje en el que Diaz-Plaja analiza la imposibilidad del español medio de elogiar a nadie en términos absolutos. Decía algo así como que jamás escucharás a un español decir, simplemente, que alguien hace algo de forma excepcional o que es muy bueno en su trabajo; siempre necesitará compensar con un insulto, aunque sea velado, o con frases que demuestren el esfuerzo que implica elogiar al otro, cosa que se demuestra en la típica frase de apertura: Hay que reconocer que… Pues hoy, y perdonad por la referencia a la actualidad, me he topado en El País con un emocionado artículo de Amaya Valdemoro (la más grande de las jugadores de baloncesto de la historia de España) en el que elogia y agradece la magnífica actuación de una jugadora de la selección nacional de baloncesto, Anna Cruz, que en un partido con tintes épicos sumó una canasta in extremis para clasificar a España a las semifinales de las Olimpiadas de Río 2016.
Mientras leía, me decía a mí mismo. He encontrado la prueba, esto ha cambiado. Que emocionado artículo, elogio puro. Nada de insulto compensatorio, hasta que, luego de todo lo bueno, aparece como inevitable esa mancha que nos recuerda quienes somos [la negrita es mía]:
Permíteme Anna que todos los españoles nos sintamos partícipes de tu canasta. Hoy, señorita, me has hecho llorar, me has hecho gritar, me has hecho disfrutar, me has hecho saltar… Y creo que como a mí, a un país entero. Te lo he dicho alguna vez pero lo dejo por escrito ¡qué buena eres, cabrona, y a la vez que sencillo caminas por la vida!
Suspiro.
Fuente de la imagen:
Federación española de baloncesto: http://www.feb.es