No tengáis miedo

Mi voto no irá para Podemos, no por miedo, sino por convicción. Y como no podía ser de otra forma, entiendo y respeto a quien haya decidido votarle, porque barrunto que representa para él un canal por el que desaguar la frustración. La misma frustración que puedo yo sentir por la forma obtusa, poco creativa y dogmática con la que los líderes de los partidos tradicionales han gestionado esta crisis. También cabe, obviamente, que alguien les vote por la simple y llana preferencia política, que para eso están los partidos y somos libres de elegir.

Sin embargo, en mi caso tengo una ventaja para tomar la decisión: ya he visto a los líderes de Podemos en acción. He visto cuáles son sus ideas sobre la interacción social, los modelos políticos en los cuales se inspiran (cosa a la que doy mucha importancia) y la aproximación económica. Así, más que por lo que dicen en campaña, he decidido en base a lo que callan (u ocultan) bajo una puesta en escena que ha tomado por sorpresa a la sociedad. Decido, en definitiva, por su esencia.

En los líderes de Podemos todo me es familiar, porque no es autóctono sino una importación de los movimientos de izquierda latinoamericanos a los que admiran. Reconozco su estrategia política porque he vivido en primera persona sus consecuencias, especialmente en sus acepciones caribes. No lo digo como referencia, sino porque he visto a sus líderes pasar largas temporadas en el caribe aprendiendo de primera mano e interviniendo directamente en la política regional. Algún presidente anfitrión los llamaba, cariñosamente, los infiltrados. Aún muchos permanecen in situ como asesores de algunos gobiernos, ayudándoles a perseverar en sus errores. No es un acusación, simplemente un hecho público y verificable. Los he escuchado con atención, filtrando el ruido, y no los he visto pasar de la denuncia como argumento.

Lo que no me gusta del modelo que preconizan y admiran, (antes abierta y ahora, por razones de campaña, veladamente) son dos grandes defectos: Primero, que la izquierda latinoamericana en la que se inspiran no ha podido superar el estadio de la revolución permanente. Ha sido incapaz de aprobar esa asignatura pendiente que es la normalidad democrática y mantiene en el enemigo exterior el mantra con el que oculta su incapacidad para reconocer sus errores, hacer autocrítica y, lo más doloroso, rectificar. La izquierda latinoamericana jamás se equivoca, siempre se justifica -incluso cuando se escora hacia el autoritarismo- y se vende proba sólo por el hecho de no ser la derecha.

El segundo gran defecto, es que esa izquierda jamás ha podido expresarse más allá del populismo, y ha sido la región la que aún sigue pagando sus consecuencia. En especial, porque es una forma de hacer política que, aunque propugna la participación, en la práctica sólo reserva a los ciudadanos, como único ejercicio de libertad, la sagrada labor de idolatrar a unos líderes infalibles. En fin, la izquierda latinoamericana es totalitaria, y allí radica el riesgo de esta importación. Una vez en el poder, lo invade todo de forma sistemática, creando nuevas reglas para hacerlo de forma legal y aprovechando el empuje de la euforia electoral. En mi opinión, lo hace así porque es incapaz de verse a sí misma como una forma de pensar y actuar en política, sino como la única posible. De hecho, es lamentable cómo han desperdiciado históricamente las oportunidades para hacer avanzar a la región. En esto no se diferencia de los otros extremos a los que critica.

Pero es en esta campaña donde más claramente reconozco algunos de estos rasgos en Podemos, porque coinciden con los utilizados por la izquierda latinoamericana en etapa electoral: Primero, el mensaje grueso y de sacudón que canaliza la frustración y el dolor innegables, y luego, al igual que en latinoamérica, un cuidadoso y súbito barniz de moderación analgésica. Nada más noble, coherente, inofensivo y bueno para la sociedad que sus propuestas, cuyo colofón se resume en una frase que ya he escuchado muchas veces desde pequeño y ahora escucho aquí: No tengáis miedo.

Las personas que viven cerca de las vías de un tren, aprenden poco a poco a obviar su regular estruendo y a incorporarlo a su cotidianidad. Hasta que un día, cuando nadie lo esperaba, el tren descarrila e irrumpe violentamente en el salón de casa, justo cuando en la tele volvían de los anuncios. Esto describe lo que nos ha pasado como país cuando, por ejemplo, hemos otorgado, como ilusos, mayorías absolutas desesperadas, jaleados por la polarización y la manipulación (incluso a corruptos confesos). O cuando no hemos entendido que en política no hay magia, no hay buenos, no hay santos. Sólo humanos tan imperfectos como nosotros, que no saben dialogar sino imponer, y que para no hacer daño necesitan el firme contrapeso de la desconfianza ciudadana.

Equilibrios perversos: la pobreza

La condición de pobre es poco entendida por los políticos, y mucho menos por los economistas. Incluso por los buenos políticos (sic) o los ingenuos economistas. No la entienden porque no la han vivido. Con suerte, lo más cerca que han estado expuestos a ella es a través de alguna bienintencionada aventura de voluntariado solidario. Por eso, siempre desconfío de los políticos que hablan de los pobres como si fuesen uno de ellos, como si los entendieran, precisamente porque esta forma de actuar no hace más que perpetuar la pobreza. A los economistas los exculpo porque raramente hablan de la pobreza en primera persona.

La pobreza tiene varias dimensiones, una de ellas es la económica, la más visible y debatida. Pero quiero considerar otra, históricamente más escasa de debates y apocada en las estrategias: la cosmovisión de la pobreza. La forma en la que el pobre configura su mundo, de lo que se cree capaz y de su relación con el poder. Entiendo perfectamente la pobreza porque crecí dentro de ella, especialmente afectado por su dimensión económica.

El signo distintivo de la pobreza, como antesala de la miseria, es la de un equilibrio perverso. Es como si estuvieses siempre en el borde del precipicio y procuras moverte poco y lentamente, porque cualquier vientecito del destino puede hacer que un día tengas para alimentar a tus hijos y otro no. Pero es en un aspecto de esta cosmovisión donde radica el peligro de perpetuarla: La resignación. El convencimiento de que de pobre no se sale a menos que alguien te saque.

La resignación baja las defensas de la dignidad y hace a la persona vulnerable y proclive a creer en soluciones mágicas. De hecho, es la forma en la que actúa el populismo. Nadie resignado a la desesperanza escapa de ello. Por ejemplo, en los países pobres del tercer mundo, los ciclos de precios altos de materias primas hacen que el populismo (de izquierda y derecha) prospere, porque arrastra a los pobres hacía arriba subvencionando un inestable ascenso social. Un ascenso indexado a los recursos coyunturales del estado. Cuando éstos bajan, los índices de pobreza vuelven a crecer, incluso en peores condiciones, simplemente, porque no es sostenible. El discurso de erradicación de la pobreza no es más que simple propaganda, porque erradicar significa, arrancar de raíz, y no es el caso. Lo que hace el populismo es podar el árbol.

Lo que aprendí de pequeño, es que el pobre no necesita que lo arrastren, sino que lo empujen, que lo aúpen en el proceso de crear las condiciones necesarias para que su cosmovisión no condicione su futuro. Aprendí que la pobreza tiene en la dignadad la mejor basa para producir una transformación y que es la diana a la que apuntan los populistas haciendo creer que la dignidad se decreta y no se construye. Es innegable que, en situaciones de miseria, la forma de actuar debe ser distinta y perentoria, porque ya la persona está cayendo del precipicio. Es, obviamente, un asunto de intervención humanitaria, pero no es el caso al que me refiero, allí ya no hay equilibrio.

En mi casa estaba prohibido quejarse de nuestra condición. Por el contrario, se inculcaba que ese equilibrio perverso al que hacía referencia era una anormalidad de la que había que buscar salir. Así, la principal tarea de los políticos debería ser propiciar las oportunidades, lo más creativamente que puedan, sin hipotecarse con los dogmas1, y empujar a la sociedad a utilizarlas. Eso se hace con mucha eficacia en la educación básica, pero hay que ser muy probo y valiente para llevarlo a cabo, porque implica educar para la libertad dejando que otros también sean libres: Dejando que cada individuo encuentre su camino, no imponiendo una visión. He visto funcionar esta aproximación incluso en los más adversos escenarios, porque cuando uno conserva la dignidad está abierto a la autocrítica y no a la magia para encontrar la forma de prosperar.

Finalmente, también las sociedades avanzadas deberían obrar de esta forma, ya que les ayudará a estar preparadas para lidiar con un enemigo desconocido entre las nuevas generaciones y ante el que suelen reaccionar con histeria y desatino: La pobreza súbita. Normalmente, cuando la ven llegar, comienzan nuevamente a creer en la magia social y a obviar visceralmente sus consecuencias.


1.- En un mundo globalizado, ya no hay balas de plata ni fórmulas puras. Ya no aplican fórmulas fracasadas como el neo-liberalismo, el socialismo económico o los múltiples amargos sabores del marxismo. La visión del modelo económico debe ser más sistémica, flexible, astuta y pragmática que voluntariosa, fanática y revanchista. 

La autoridad competente

portable-radio-931428_1280En mi pueblo había una estación de radio en amplitud modulada. Como una especie de red social del siglo XX, el pueblo la utilizaba como un vehículo de denuncia, de desahogo anónimo, de opinión y de ocio. Por eso, en el fondo, no me resulta del todo innovador en las relaciones humanas lo que hoy se hace con Facebook, Twitter o los mensajes instantáneos. Es un asunto que ya tratamos en el pasado y del que esta nota es una derivaba.

Las empresas que explotaban las radios, marcaban el uso que de ella hacían los ciudadanos para la denuncia con la etiqueta de “Servicio Público”; principalmente, para lavarse un poco las manos. Sin embargo, lo que siempre me llamó la atención era la forma en la que los ciudadanos formulaban las denuncias, porque en ellas veía un reflejo distorsionado de la conciencia democrática, de la forma en la que veían sus propias instituciones, sus derechos y sus deberes.

Pongamos un ejemplo: Si un barrio llevaba varios días sin agua, los agraviados no se dirigían directamente al ayuntamiento o a la empresa estatal responsable de la distribución del agua, sino a la radio. Allí, el locutor de turno leía en tono animoso, entre canciones o la publicidad, cosas como: “¡Los vecinos del barrio Obrero llevan 7 días sin agua! No tienen ni para hacer la comida de los niños. Es una vergüenza. Se ruega a las autoridades competentes tomar cartas en el asunto. Daba la impresión de que no se quería avergonzar a nadie, como si un halo de sumisión y miedo a las represalias obstruyera un mecanismo tan aparentemente natural como exigir un derecho.

Así, se escuchaban denuncias por falta de recogida de basuras, de huecos en las calles, obstrucción de alcantarillado, de corte de luz, de animales muertos en las vías, e inseguridad; muy curiosas éstas porque nombraban con su mote de trabajo a los azotes de barrio y se detallaban sus fechorías, las horas en las que actuaba y su zona de influencia. Aunque parezca descabellado, ese tipo de denuncia (y su desatención) funcionaba como un perverso mecanismo para preservar la paz social, y donde la implacable lógica de la acción colectiva de Olson, hacía el resto.

Intrigado porque en todas las denuncias, en principio anónimas y colectivas, se le rogaba – que no exigía – a una tal autoridad competente, le pregunté a mi madre a quién se referían, y ella, en su infinita sabiduría respondió: La autoridad competente es nadie, mijito.


Notas relacionadas:
Amplitud Modulada
Nombrar y avergonzar