Su Alteza Elegida, por ejemplo.

GuzmanBlancoEntradillaEn los primeros días de George Washington como presidente, en unos recién nacidos Estados Unidos de América, surgió un pequeño debate sobre cuál debía ser el tratamiento protocolario del nuevo cargo. Es bien conocida la debilidad de las revoluciones por mantener la pompa cambiando los nombres, y parecía que esta no iba a ser la excepción. Al general le querían llamar Su Alteza o Su Excelencia, pero el hombre se plantó: A mí me llaman Señor Presidente y ya está. Entre los que saben de estas cosas hay acuerdo en afirmar que la concepción de lo que debería ser ese cargo la dejó esculpida al detalle el General Washington.

Cuarenta y cuatro presidentes después podéis ver hoy en uso este simple tratamiento desde los telediarios hasta las películas de Hollywood.  Aunque queda por ver si la fuerza de las redes sociales acaba por imponer el desagradable acrónimo POTUS, que rescataron de los años de la Guerra Fría, para designar al Jefe del Estado estadounidense.

Sé que es de necios mirar al pasado con los ojos del presente, pero no me resisto a especular por contraste y preguntarme hasta qué punto nos dejó marcados para siempre la forma en la cual se hicieron las cosas en las nacientes repúblicas de la América antes Española. Porque quieras que no, el protocolo marca las relaciones entre el gobierno y los ciudadanos. Y por esos lares nuestros fundadores mantuvieron los excelentísimos y los ilustrísimos para tratar a los cargos públicos como si los usos y costumbres del reino del que se escindían formasen parte del botín de guerra.

Así, todos los caudillos que nos azotaron desde entonces mantuvieron la costumbre de adjetivarse superlativamente la existencia y con ello marcar la distancia del poder1. Lo peor es que nosotros les seguimos el juego y convertimos el simple protocolo en una seña de identidad, en una costumbre de sometimiento, en una distancia social. Me refiero, por ejemplo, al mismo tipo de distancia subconsciente que los abogados del Caribe fomentan al aceptar gustosos que los demás les llamen Doctor, sin serlo.

La imagen que encabeza esta nota se refiere a un caudillo venezolano que gobernó casi veinte años a finales del siglo XIX. Es un extracto del preámbulo de la publicación, ordenada por él mismo en 1879, de las Memorias del irlandés Daniel F. O’Leary2, quien fuera edecán de Simón Bolívar. Lo que más me impresiona es descubrir lo poco que hemos cambiado. Es palpar el peso invisible que siguen teniendo en nuestra psiquis colectiva esos tres etcéteras mayúsculos al final de sus modestísimos títulos. Me da que no sólo fungen como aviso de la presencia del poder, sino también como precaución del ego… no vaya ser que, en un descuido, se haya quedado corto y dejado sin recursos a sus acólitos.

Cosa mala.


1.- Que no es costumbre exclusiva de los caudillos del Caribe alardear de títulos pomposos, pero ya lo dijo la poeta «cuando hay que hablar de dos, es mejor empezar por uno mismo.»
2.- 
Si algún día podéis, leed el volumen I. Prestad especial atención al estilo narrativo, es absorbente. Por otro lado, precaución con la rigurosidad histórica, no por lo que diga, sino por lo que omite. Recordad que estaba hablando, más que de su general, de su amigo.

[Domingo de reposición] II

Publicado originalmente el 17 de diciembre de 2003

Lamentos Expectorantes(*)

El despecho está en desuso. La gente hoy en día se evade, se aturde o se ahuevonea, pero no se despecha. Se ha descuidado ese ejercicio espiritual (y mental) tan necesario para la felicidad y que, si no se aprende desde muy joven, hace que las relaciones malogradas nunca se superen y terminen acumulándose como un lastre, como una mala compañía para las relaciones futuras.

Los responsables de salud en los países del primer y segundo mundo deberían tomar en serio este fenómeno, ya que amenaza con convertirse en un riesgo sanitario; en un problema público de salud mental comparable a lo que hoy representan la depresión y la angustia. Hay que comenzar a fomentar el buen despecho tal como se promueve el sexo seguro.

La industria del despecho es también responsable de la degradación de las formas, ya que han sido explotadas sin reforestar y han puesto a este noble sentimiento al borde de la extinción. Al parecer se han quedado sin recursos para continuar con este prehistórico negocio que gravita entorno a las miserias de amor. De hecho, los únicos supervivientes del kit del despecho son los recursos menos elaborados, vulgares y si acaso más perjudiciales: El alcohol y el chocolate. Ya no se hace música para el despecho, ni hay locales adecuados para despechados, ni terapistas anónimos de esos que te escuchaban el cuento en una barra medianatemente limpia.

La reflexión sentimental profunda, el veneno del dolor y los lamentos expectorantes ya no se consideran para superar un mal de amores. Creo, humildemente, que sin esas prácticas estamos rondando, de forma temeraria, el analfabetismo sentimental. Contimás hoy, cuando nuestra alta esperanza de vida nos da tiempo y nos hace más propensos a ser acariciados por unas cuantas compañías y eso implica la necesidad de adecentar el alma entre una y otra.

No es que sea un despechado experto para hablar de estas cosas, más bien es que he vivido muchas simulaciones. Ésta son sin duda más intensas porque lo son de amores platónicos. Así, siguiendo la tradición filosófica, podrían haberlos llamado despechos aristotélicos, aunque de filosóficos no tenían nada. En mi caso eran sufridos, sobre todo porque el alcohol se me da mal y sólo me quedaba la ecléctica combinación de canciones de Felipe Pirela y películas de Sandra Bullock. Es bien sabido que un clavo platónico saca a otro.

Un despecho bien llevado debería desembocar en la completa resignación y en una tranquilidad de espíritu tal, que permitiría allanar, cucharada a cucharada, el camino tortuoso que nos conduce irremediablemente a… tropezar de nuevo con la misma piedra.


* Recurriré a una frase hecha para afirmar humildemente que, más de diez años después, el contenido de esta nota mantiene su vigencia. Incluso, me han dicho que por estas fechas la gente ha desarrollado el hábito de terminar sus relaciones a la japonesa, es decir, a punta de emojis. Imagino que no queda espacio para el despecho, esa cosa extraña que la RAE ha definido de forma tan trascendente: Malquerencia nacida en el ánimo por desengaños sufridos en la consecución de los deseos o en los empeños de la vanidad.

The Excel mindset

Qué enorme daño han hecho las hojas de cálculo a la capacidad mental de los humanos. Lo que comenzó como un momento eureka en un aula de Harvard y fue imaginado con la intención de facilitar algunos cálculos numéricos, se ha convertido en una farragosa herramienta que lo mismo sirve para albergar los gastos de una inofensiva clínica veterinaria que para inventariar los objetivos de ataque de algún ejército imperial.

Sin embargo, es en el ámbito empresarial donde las cosas han llegado a extremos. La hoja de cálculo es, con diferencia, la pieza de software más utilizada en empresas de todo el mundo y a la vez la más paradójica: su uso indiscriminado ha llegado a convertir en intensamente manuales muchas tareas que por su propia naturaleza eran dóciles a la automatización. Horroroso. Casi cualquier aspecto de la gestión ha sido excelizado.

Hojas van, hojas vienen, se fusionan, se copian, se pegan, se pierden, y cuando la diversión está a punto de tocar límite, entonces se hace una tabla dinámica para verlo todo más claro. Esta aproximación es tan naturalmente ubicua en la forma de pensar del empleado moderno, que no se duda: Si no sabes por dónde empezar… hazte una excel, así al menos aparentas estar ocupado.

El problema es que abordar todo análisis desde la perspectiva matricial aboca al cerebro a malas costumbres, incluso peores que la aproximación de la lista simple, la más primitiva forma de imaginarnos las variables que intervienen en nuestra realidad. Somos dados a listar y ordenar, a priorizar y para la mayoría de las pequeñas decisiones es suficiente. Pero lo que realmente nos hace distintos es la capacidad de imaginar más allá de relaciones de pares de variables como las que encontramos en una matriz. Y no me refiero al tratamiento de números, que las hojas de cálculo modernas van exiguas de ellos, sino de texto, del mucho texto enjaulado en celdas que hoy agobia la sinapsis neuronal.

Quisiera saber qué ha pasando para que aquello que aprendimos de pequeños cayera en desuso. Qué fue de los árboles con sus ramas que nos jerarquizaban las ideas, de aquellos esquemas espumosos que nos ayudaban a resumir, de los simples cuadrantes y los recurridos mapas. En fin, toda la panoplia de recursos que nos inventamos para asistirnos en el acto de pensar y, sobre todo, para los que no necesitábamos más que lápiz y papel. Únicas herramientas para realizar esa mágica conexión en la que los músculos de la mano acompasaban a una velocidad adecuada el ritmo del pensamiento.

Haced la prueba. Si no hay cifras, dejad a la hoja de cálculo a un lado y coged lápiz y papel. Al principio os verán raro, os preguntarán como se usan y hasta se burlarán, pero insistid y veréis la diferencia.

No es nostalgia, es pragmatismo ecológico. Se gasta muchísima energía para mantener el cerebro apenas encendido; es un desperdicio no sacarle rendimiento.