A nuestro padre casi se le acaba la pandemia. Dejó pasar las olas sin contagiarse, como un procrastinador covístico opuesto a someterse a un destino cierto. —¿No lo has pasado? Seguro que sí, pero no te has dado cuenta, le repetían a cada rato. Pero él no es especial. Se limitó a cumplir las recomendaciones y aplicar el sentido común estadístico. Incluso acuñó el término «la mascarilla como moral» para mantenerla puesta todo lo que pudo, hasta que la sociedad en general empezó a percibir que lo inmoral era ya taparse la boca (a pesar de los muertos).
Se la quitó una tarde, en un espacio público cerrado, con naturalidad y sin parsimonia. Cincuenta y tres horas, doce minutos y tres segundos después, los síntomas comenzaron.
Nuestro padre siempre ha sido un incomprendido. Lo tiene asumido desde cuarto de primaria, y tan solo una cosa le saca de quicio: que cuando enferma, el resto del universo resuma la objetivación de su sufrimiento con una frase: ¡es un quejica!, como todos los hombres.
Jamás nos contará cómo le fue realmente en su aislamiento voluntario. Lleva seis días allí dentro tirando de frases hechas de otros supervivientes que ha leído por WhatsApp: que si parece que le hubiese pasado un camión por encima, que esto es peor que una gripe, que todo va muy lento y que siente que no avanza… que no se puede ni imaginar a los que se les complicó el asunto… la fiebre, la tos agobiante y el recurrido punzón metálico en la sien izquierda. El cansancio. El miedo.
Pero nosotras sabemos que miente. Eso sí, lo sabemos con la tranquilidad que da el poder verlo brevemente cuando le llevamos la comida. No fuimos capaces de dejársela en el suelo (eso si es inmoral), así que mamá se la ha entregado cariñosamente en mano mientras nosotras hemos mirado a una distancia prudencial desde el primer día. Nada especial. Imaginamos que es lo que ha hecho todo el mundo con sus apestados domiciliarios desde tiempos de Atapuerca. ¡Cuánto adolescente no habrá hecho un curso acelerado de adulto haciéndose cargo de sus padres y hermanos durante esta pandemia! ¡Cuánto descerebrado no habrá sentido un momento de lucidez para hacer lo que había que hacer y punto!
Si se liberara de este último grillete de su personalidad, lo propio de papá hubiese sido no hablar de fiebre, sino del infiernillo portátil al que un duende en calzoncillos alimenta constantemente desde un barril de Jack Daniels. Apuesto a que tampoco recurriría al trilladísimo camión. Iría más por sentirse como el Trieste bajando por las Marianas, pero no con Piccard y Walsh a bordo, sino pilotado por una manada de minúsculos ñus del Serengeti. ¿Mucho cansancio? No, ya conocemos a papá; para él sería algo parecido al primer mal de amores adolescente, ese que deja los ojos exhautos, cual exclusas del Canal de Panamá luego de apear a un petrolero noruego.
¿Y al miedo? Sin duda, a ese sí que le pondría la misma cara de cualquier otro papá que dudase de su suerte, aunque fuese brevemente, y le diera por enumerar una lista detallada de todas las cosas que aún no nos ha enseñado.
Aunque aún le quedarán unos días de cautiverio, es de agradecer que nos haya reportado todo el proceso en plan frases hechas. Todo un detalle por su parte. Su afán por describir la realidad tal cual la ve, hace que sólo la entiendas si las ves como lo hace él. Así, no deja de ser absolutamente objetivo cuando la llena de hipérboles y sinestesias. Pero eso no le exime: ¡es un quejica!, como todos los hombres.