Bochinche trémens

Decía el Doctor Sacks, en un pasaje de alguno de sus libros:

«Todos necesitamos tomarnos unas vacaciones de nuestros lóbulos frontales.»

Lamento citarlo sin su contexto, pero muy probablemente estaba relacionado con los casos que tan respetuosamente trató a lo largo de su obra. Sin embargo, fue la frase, a secas y aislada, la que quedó albergada en la memoria. Era una de sus habilidades como narrador, lanzarte flechas directo a la memoria a largo plazo.

El que seamos capaces de vivir de forma civilizada, contener los impulsos, crear y respectar valores o concebirnos a través de una proyección mental, se debe a la forma en la que han evolucionado nuestros lóbulos frontales.

Lo que me escuece de vez en cuando, es que no hayamos superado como especie la peligrosa costumbre de tomarnos muy largos periodos de vacaciones de nuestros lóbulos y dejar que las cosas se desmadren observando con apatía. Y sólo entonces, en medio del caos, abordar los desastres desde la resaca de los impulsos y la tendencia chic del síndrome posvacacional.

Basta leer la red.

Los arrepentidos

dog-601216_1280En la crónica de todo movimiento político totalitario yace una figura que compite en olvido con los ganadores del Oscar al mejor vestuario: el arrepentido. Esa persona con tribuna que desde un principio fue todo vehemencia e ilusión, que por la causa convirtió en enemigos a sus amigos, que dejó de asistir a la bodas y bautizos para no toparse con ellos y que terminó entronando al líder en el altar de su fe.

Los arrepentidos van consumiendo su cuota de dignidad a medida que los procesos se consolidan, hacen caso omiso a las advertencias del sentido común, de la historia y sólo advierten el peligro cuando ya es demasiado tarde. El destino de las personas que son éticamente superiores a las causas que apoyan es, inevitablemente, caer en desgracia. Ser utilizados a conciencia y desechados como pendejos. Y si nos ponemos, ni lo de la ética, bastará con que intenten pensar levemente diferente.

Siempre me ha intrigado el proceso mental que se lleva a cabo para abrazar lo descabellado, lo que a todas luces tiene un tufo a despotismo cautivo. No me refiero al proceso colectivo, que ya ese es otro enigma, sino al personal, al que hace el individuo consigo mismo para defender y apoyar aquéllo que, hasta hace unos días, formaba parte de sus líneas rojas. Qué pasa, por ejemplo, en la mente de un brillante científico para que abrace el totalitarismo; que pasa en el corazón de un docente para que defienda a pie juntillas el adoctrinamiento sectario; qué sucede en la mente de un optometrista jubilado para que olvide separar lo que está bien de lo está mal; qué se atrofia en el razonamiento de un periodista para que deje de desconfiar de la naturaleza humana, a escudriñar en los motivos y a denunciar la falta de veracidad.

El problema con el proceso de arrepentimiento es que casi siempre se alarga demasiado, como aquellos matrimonios fallidos que encadenan segundas oportunidades y que al final siguen estando juntos por los muchachos, creyendo que con ello logran una crianza aséptica, hasta que, a la altura en la que el mal ya está hecho, alguno de los dos dice basta.

Lo peor del asunto es que el arrepentido tiene una dualidad perpetua: para los amigos, esos que simplemente se limitaron a esperarlo, se defenderá como un engañado, pero para la causa, siempre será un traidor.

En todo caso, arrepentirse es un hecho intelectualmente más exigente que confiar en el mito de los salvapatrias. Reconocerse como un equivocado sólo tiene valor si dicha condición se exhibe con el mismo ímpetu con el que se defendió la estafa.

Lo único que se puede pedir, dado que vulnerables somos todos, es que el proceso de arrepentimiento comience cuanto antes, que no se dejen pasar los primeros síntomas porque en los populismos y los totalitarismos, las culpas se enquistan.

Nombrar y avergonzar

En los Estados Unidos de América el gobierno despliega su acción pública a través de un muy amplio paisaje de agencias gubernamentales con distintos grados de autonomía. Las hay mundialmente conocidas como NASA y otras, como la NHTSA, que no salen ni en las ubicuas series de ficción.

Un objetivo que se han trazado muchos gobiernos es el de valorar la efectividad de los programas que llevan a cabo dichas agencias y mostrar a los contribuyentes si vale la pena el dinero que están pagando por ellos. Aunque varían en las siglas con las que bautizan a los programas de evaluación y seguimiento de las agencias, casi todos han sucumbido a una estrategia muy anglosajona: la de nombrar y avergonzar (name and shame). Una forma plana en su ejecución y fácil de explicar y entender.

Desde aquel primitivo «pase a la pizarra señor Smith» para escarmentar a un alumno poco aplicado, este es un método que ha evolucionado, pasado por varios filtros de sofisticación y que todo el mundo ha vivido alguna vez en carne propia. Por eso resulta familiar. Es también la estrategia preferida de muchos grupos de «activistas»,  aunque normalmente terminen avergonzando a quien no corresponde.

En fin, es una aproximación que discurre por distintos grados de efectividad en el esfera pública, pero es prácticamente de carácter testimonial en el sector privado de la economía…. hasta ahora, donde parece que una nueva generación de «mandos medios» está adoptándola con profusión. A todo esto, resulta curioso que en otras culturas, como la mediterránea o la caribe, esta práctica sea generalmente inexistente en las cosas públicas y más habituales en la esfera de la economía privada.

A lo que iba:

Para controlar a los representantes que elegimos con la intención de darnos gobierno, son necesarios mecanismos acordes con sus temores y, probablemente, producto de la misma cultura, nuestros políticos son inmunes a la vergüenza, por lo que dicho método (nombrarlos y avergonzarlos por sus ineptitudes o falta de honradez), resulta totalmente ineficaz. Vamos, que por no hacerles pasar el mal rato y ante una hipertrofia colectiva de neuronas espejo ciertas sociedades somos capaces de volverlos a elegir una y otra vez… y cuando por fin las cosas son insostenibles, somos capaces de elegir a otros, cuya único mérito es… ¡haber nombrado y avergonzado a los anteriores!

No quisiera darle la razón a Jean Bodin, pero si la cosa es por la calor, estamos perdidos.