Suele hacer el viaje de vuelta a casa sin parar de hablar, pero aquella tarde iba de lo más pensativa, mirando al infinito y sin mediar palabra. De vez en cuando suspiraba y negaba sus pensamientos con la cabeza, con ese gesto impropio que los niños pequeños aprenden de sus abuelos. Al bajar del coche y con un aire de inquisidor preguntó: Papá, ¿cómo era que se llamaban a las personas que no podían hablar? Temiéndose una tarde complicada, Miguel respondió sin mayores explicaciones para no dar pie a más preguntas: Mudos, cariño.
¿Y se pueden reír? Si, cariño, se pueden reír. ¿Y cómo? Ya entregado, a la altura del ascensor, le contó que se podían reír como cualquier persona y que a veces emitían sonidos y otras veces no. La niña preparó la artillería y soltó todas sus dudas una detrás de otras, desconcertando a Miguel que no tenía idea de adónde quería llegar. Le preguntó si las personas mudas eran gordas o flacas, si tenían bigotes. Que si unos bigotes muy grandes, no harían que una persona fuese muda. Que cómo deseaban feliz navidad y toda una larga tarde de preguntas intermitentes, inconexas, pasadas por la cena, el baño y el “Jesusito de mi vida” perceptivos de la conocida liturgia de los pequeños del preescolar.
A la mañana siguiente, víspera de navidad, las preguntas comenzaron antes de los buenos días. Papá, ¿lo que dice la tele es siempre verdad? Casi siempre, cariño. De seguido le pidió que llamara al abuelo, que tendría que ir a hablar con los de la tele, porque no estaban diciendo la verdad, porque, Papá Noel, era mudo.
Hablaba con una indignación genuina, alegando que el Papá Noel de la tele y de cualquier otro lado era falso, que no podía hablar, que no era gordo, no llevaba gafas y no usaba botas, sino unas zapatillas deportivas y que en lugar de desear feliz navidad daba voces en silencio y bailaba y gesticulaba con todo su cuerpo. Que no daba regalos, sino una moneda de oro de chocolate. Que si Papá Noel era falso, era probable que hasta la crisis, a la que ya habían dedicado otra tarde y de que tanto le oía quejarse a su padre, también lo fuera.
Esa tarde no vio la tele, no leyó los cuentos ni cantó los villancicos que había venido practicando desde mediados de noviembre. Con semejante postura extrema, su padre no tuvo otra opción que llamar a Ángela, su maestra del cole, para pedirle explicaciones.
Después de las disculpas, por molestarle, Miguel le indicó que se trataba de una urgencia, porque la niña podría no disfrutar de la navidad con la idea que se le había metido en la cabeza. Ángela se sorprendió. En los quince años que llevaba con esta tradición navideña no se había topado con nada igual. Le contó que la empresa a la que solían contratar el Papá Noel había quebrado por la crisis y que habían decido en el cole disfrazar a una de las maestras e improvisar. Para no levantar sospechas, este Papá Noel no podía hablar porque sería descubierto por los niños.
Así se pasaron la mañana cantando villancicos y comiendo chuches, creyendo que la verdad era la suya y no la que les habían contado.
A Miguel le fue fácil solventar el problema. La verdad en los niños es efímera y jugando con sus primitos Papá Noel volvió a ser el de siempre.
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