Ramón llevaba una semana mirando con recelo la foto de ambos que estaba en el salón. No le parecía adecuada para un momento como ese. Después de tanto tiempo de espera, el niño se merecía verlos en mejores condiciones. Así que se armó de valor para pedirle a Isabel un aparente cambio en la decoración, un dominio – como el de la cocina – en el que nunca, en cuarenta años de matrimonio, se había atrevido a entrar:
– Isabel, busca el retrato que nos hicimos en el crucero de hace un año y ponlo en el marco de la mesita del salón.
– -¿Y que tiene de malo la que está?
– Nada, sólo que es de cuando éramos jóvenes y no lucíamos suficientemente felices.
No es que no lo fuesen al casarse, después de un corto noviazgo-encinta, sino algo más simple: En aquella época estaba mal visto ser feliz; y quienes lo eran, procuraban no aparentarlo. Así, el retrato de cuando jóvenes del salón nunca fue un reflejo de la familia que formaron, sino un faro en el pasado que les recordaba el sacrificio de los comienzos.
Por eso querían intentarlo de nuevo y dedicar el tiempo a disfrutar de los detalles que se habían perdido. Fue una decisión muy meditada que comenzó a rondar en la cabeza de ambos desde la jubilación. Isabel sabía de los riesgos que corría al someterse de nuevo a las exigencias, tanto físicas como emocionales, que todo esto acarreaba y, con toda lógica, dudada de lanzarse a la aventura. Pero Ramón era un convencido de los avances de la sociedad y terminó por persuadirla para dar el paso.
Se prepararon a conciencia, incluso con un programa de ejercicio para fortalecer sus cuerpos. También asistieron a las clases preceptivas, no por falta de experiencia, sino porque lo que supieron en su momento ya no era válido en estos tiempos: Ahora es peligroso que los niños duerman boca abajo y el anís estrellado está prohibido por los médicos para aliviar los gases.
El niño llegará por Navidad. Hubieran preferido otras fechas menos señaladas, pero por razones que la estadística no sabe explicar, la mayor demanda de estos servicios ocurre por estas fechas y, antes de dejar que las cosas se dieran solas, era mejor planificarlo.
En vísperas, Isabel se afanó con la preparación de la cena en la medida que la dejaban los nervios, mientras Ramón dio los últimos retoques a la habitación del niño, descubriendo con una ternura inusitada de lo que se habían perdido cuando, antes, los niños venía porque si, sin darles tiempo a respirar.
Juan llegó antes de que finalizara la tarde llenándolo todo con un llanto inconsolable, arrastrando problemas de peso y una debilidad común en sus circunstancias. En informe médico reflejaba instrucciones pormenorizadas (que Ramón leyó con la avidez con la que nunca leyó los manuales de los cacharros electrónicos) y un teléfono de consultas y urgencias por si era menester.
Así, desde aquella noche buena, el de Ramón e Isabel se convirtió en el hogar de acogida de Juan, un niño dejado de la mano de Dios que ya antes de nacer estaba condenado a fingir una vida, y que ahora había sido rescatado para la infancia por orden de un juez.
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