Ni tan calvo, ni con dos pelucas

El nueve de enero pasado nevó en Madrid. No una nevada apocalíptica de esas que vemos por la tele en los países nórdicos, sino una normalita, de las que no ameritan paralizar una ciudad. Sin embargo, aquí se cerraron carreteras, miles de personas se quedaron durmiendo en los aeropuertos por la suspensión de sus vuelos, se echaron las culpas mutuamente entre los distintos gobiernos (nacional, regional y local) y los organismos encargados de predecir el tiempo y activar y ejecutar las alarmas afirmaban cada uno haber actuado según los protocolos. Vamos, que no se escuchó aquella recurrida frase de “esto parece el tercer mundo” porque afortunadamente en los países del tercer mundo, no nieva.

Pero como a España le cuesta encontrar el punto medio, desde el nueve de Enero y para que cubrirse las espaldas, los organismos que se echaron mutuamente las culpas nos han estado anunciando en la televisión, la radio, la prensa y en los carteles informativos de las carreteras que viene el lobo, que van a caer unas nevadas cojonudas, que no usemos el coche, que no viajemos sin cadenas, que nos agarremos que esto se lo llevó quien lo trajo, que huyamos al sur que nos invaden seres de otro planeta. Pero aquí no ha caído ni un mísero copo más.

Entiendo que la ciencia de predecir el tiempo se basa en probabilidades y confío en el trabajo que hacen en la Agencia Estatal de Meteorología, pero que de allí a interpretar que un “40%-60% de riesgo de nevadas débiles” se asemeje al apocalipsis hay un trecho. Así las cosas, somos víctimas de algún político que no quieren que le echen la culpa por falta de previsión y en lugar de advertir e informar confunde éstos últimos con intimidar. Como la gente ve que no pasa nada y que las predicciones son una guachafita(*) pues ya no se las cree.

El problema con esto es que cuando comiencen a acusar a “alguien” de sobre información y de mantener a la ciudad en ascuas, éste dejará de avisar y, en algún momento en el futuro nevará, el caos volverá y vuelta a empezar.

Todo esto es consecuencia de convertir en un problema político algo que debería estar en el ámbito de la logística de una ciudad.

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(*)guachafita.

1. f. coloq. Ven. alboroto (‖ vocerío).

2. f. coloq. Ven. Falta de seriedad, orden o eficiencia.

Domesticación de las obsesiones

A juzgar por las dos acepciones, que según a RAE, tiene la palabra obsesión podemos pensar que ésta da una de cal y otra de arena:

1. f. Perturbación anímica producida por una idea fija.
2. f. Idea que con tenaz persistencia asalta la mente.

La (presuntamente) menos mala de las dos es la segunda, sin embargo, las obsesiones no tienen por qué necesariamente ser negativas. Gracias a este mecanismo de la mente, hemos logrado muchos de los grandes saltos sociales y tecnológicos de la humanidad, sobre todo cuando la obsesión va acompañada por la acción.

En muchas culturas, con el inicio del año, se suele aprovechar para plantearse propósitos para realizar, por fin, aquello, generalmente positivo, que teníamos tiempo postergando. Los clásicos son, asistir a un gimnasio, aprender inglés y bajar de peso.

Normalmente ninguno de estos propósitos logra llegar a consolidarse y se abandonan antes de finalizar Enero. Sólo aquellos que se convierten en obsesiones logran sobrevivir, posiblemente porque cualquier cambio de hábito que requiera un esfuerzo especial se canaliza mejor cuando se convierte en un obsesión. Visto así, no reviste casi ningún problema.

Las perturbaciones anímicas a las que se refiere la primera acepción surgen cuando se desbalancean las obsesiones. Cuando, o bien es una, que hace que el cerebro dedique toda su atención a satisfacerla, con el consiguiente abandono de los hábitos regulares que nos dan estabilidad; o son suficientemente «varias» como para que no dedique la atención a ninguna.

Así las cosas, no queda más que domesticar las obsesiones. El mejor truco, limitar escrupulosamente el tiempo que dedicas a cada una y cortar de raíz cualquiera que intente tomar posesión de ti.

Buen año a todos.

Cuento de Navidad

Teresa es un nombre sórdido, ni loca se lo pondré a la niña, cuenta mi padre que le oyó decir a mi madre algunas horas después del nacimiento de mi hermana. Pero salirse con la suya era la especialidad de mi padre, que presentó a la niña como «Teresa del Carmen» en el registro civil obviando los argumentos de mamá.

Crecimos juntas con apenas un año de diferencia, compartiendo juegos, ropa y habitación, a excepción de los lápices de colores, de los que cada una tenía una caja de veinticuatro. Mis abuelos decían que compartir colores cuando niños era la causa de la desunión familiar de los adultos y por eso se encargaban de avituallarnos de arco iris de vez en cuando.

Teresa fue la primera en descubrir que los Reyes Magos eran los padres y que como los camellos llevaban muy mal el frío, habían subcontratado La Navidad a una empresa de transportes de mercancía del Polo Norte perteneciente a un tal Señor Claus. El contrato establecía la exclusividad para los países nórdicos pero por alguna razón a Teresa los regalos de Reyes le llegaban en noche buena, mientras yo tenía que controlar mis nervios hasta el seis de Enero. Mi padre que siempre tenía explicaciones para todo, justificaba el agravio diciendo que los Reyes eran muy despistados y que como vivíamos en la calle Oslo, habían enviado la ficha de Teresa a la empresa del Señor Claus.

A pesar de la confusión, cada una vivía la noche especial de la otra como si fuera propia, con los nervios a tope y con la incógnita de saber si habíamos sido especialmente listas en engañar a los Reyes, diciéndole en las cartas que nos habíamos portado bien cuando en el fondo éramos conscientes de que a nuestros padres ya no les quedaba garganta después de todo un año de regañinas.

Eran otros tiempos y las cosas se pedían por favor, sobre todo si se trataba de pedirle regalos a unos señores exóticos que para colmo no cobraban por ello. Así que como pedir era gratis, hacíamos la lista con frases recomendadas por mi madre: Si tiene usted a bien Sr. Gaspar. Si no es mucha molestia Sr. Baltasar y así…

Una tarde del primer invierno en el cole, después de volver de clase de natación, Teresa no estaba en casa. Aunque nos habíamos distanciado últimamente no había sido culpa mía. Tenía poco tiempo para jugar pues ahora debía hacer cosas de mayores: Además de estudiar, acudía a clases de gimnasia, violín, inglés, danza, judo y refuerzo psicopedagógico.

Antes de salir a clase de danza, le pregunté a mi padre dónde estaba Teresa. Me respondió que no me preocupara, que se había ido a otro cole y que estaría bien. Me dio una piruleta para que no estuviera triste y agregó. Date prisa que llegamos tarde. De pequeños tenemos mentalidad de postguerra ante la autoridad. Por eso nos amoldamos a sus explicaciones con la misma facilidad que esculpimos la plastilina.

Treinta y cinco años después y con hijos propios, sigo afligiéndome un poco al llegar estas fechas y recordar los días de navidad con mi hermana Teresa. Es una tristeza tan real como la sonrisa de mis hijos que, afortunadamente, me ayudan a dispersarla; y tan ficticia como la pérdida de una hermana imaginaria de la infancia, que según mi psicoanalísta, no llegué a superar.

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Nota del Cartero

Como casi todos los años, dejo a mis lectores supervivientes un cuento de navidad, como agradecimiento por la deferencia de pasarse por aquí de vez en cuando. En mi carta a los Reyes de este año, les pediré el don de la técnica de la escritura, para que el próximo año os resulte más agradable la lectura.. Perdonad mis fallos y Gracias una vez más.

Cuento de Navidad 2006
Cuento de Navidad 2005
Cuento de Navidad 2004
Cuento de Navidad 2003