Dormir con calor fue uno de los primeros ejercicios de adaptación al ambiente que permitieron al hombre conquistar el planeta. Una cosa es que nos hayamos adaptado y otra muy distinta que haya sido de nuestro agrado. Porque intentar conciliar el sueño sobre los treinta grados deviene rápidamente en la pequeña tragedia del insomnio veraniego. En el invierno, pues te levantas, coges un libro o enciendes la tele. Pero en pleno verano, no tienes ánimo ni para darte la vuelta en la cama, ni tan siquiera para abrir los ojos y te ves obligado a ver con la mente, con la consecuente aparición de la alucinación insomne, sobre la cual hablaremos otro día.
El otro problema del verano son los perros insomnes. Nunca fallan. Justo cuando se abre una ventana de agotamiento, que tal vez te permitiría caer en fase REM, comienzan un concierto de ladridos en cadena que terminan por complicar aún más situación. Resulta curioso, porque tu sales a la calle una tarde cualquiera y no tienes la sensación de que haya tantos perros en tu vecindario. Además, como no puedes abrir los ojos, te obligas a maldecirlos con la mente, lo cual requiere concentración y evita que te duermas.
Finalmente, cuando ya cerca del alba, exhausto y resignado logras coger un poquito de sueño, cuando crees que ya nada más puede pasar, entonces, los pajaritos comienzan a cantar. Con frío, en plena primavera, vale. Pero en verano, el hermoso canto del amanecer es una verdadera calamidad. A mi se me antoja un error de diseño por parte de Dios: En verano los pájaros deberían estar invernando.
Tengo sueño.