Cristina es mi viceversa.

A Cristina le encantan las películas de terror, en cambio yo las detesto. Me ponen malo. Pero eso no evita que yo haga un esfuerzo y la acompañe a los estrenos más sangrientos y viscerales (por lo de las vísceras, quiero decir) aguante el tipo y apriete fuerte mis ojos cuando cualquier niña llena de ternura, se le quedan blancuzcas las órbitas oculares y le brota una baba verde por las orejas. Yo la acompaño porque soy muy consecuente: Estamos juntos para las buenas y para las malas, aunque la mala me toque a mi. Si os fijáis con cuidado, eso nunca lo especifican en las relaciones inmobiliarias, sólo se habla de estar juntos.

A mi me encantan las ecografías, en cambio Cristina las detesta. La ponen mala. Pero eso no evita que sea solidaria conmigo y me acompañe a la clínica a sondear la intimidad de nuestro bebe a través de la exploración por ondas acústicas. Me acompaña, primero porque sería un poco difícil hacer la ecografía sin la madre y segundo, porque no le queda opción. Estamos juntos para las buenas y para las malas y como en mi caso con las películas de terror, ella lleva la exclusiva de la incomodidad y yo soy el solidario.

Algo parecido ocurre con la letra de la hipoteca. Debo ser fuerte e implorar el don de la resignación al ver que todo mi sueldo se va en pagarla, mientras el de Cris nos da de comer, nos viste, nos alumbra, nos cobija y nos lava. En ese caso, yo paso la mala y ella se solidariza… Siempre y cuando no le pida para los cigarros, las cañas, la Mecánica Popular o la Muy Interesante.

Les decía que a mi las ecografías me encantan. Vamos, me enternecen. Creo que producen ese efecto en mí porque para gente como uno, que no ha estudiado ecografía, son en esencia un acto de fe. Confiar que eso, que parece nieve de televisión, es en efecto tu hijo (o hija), es como creer en la Santísima Trinidad, que te cuesta entenderla pero que no te atreves a decir que no te enteras, por miedo al qué dirán. Cómo chistar cuando el médico sonríe y te dice que la mancha más oscura es la cabecita y que justo eso que te señala y asegura ver tan claramente, es una manito que te saluda. Por eso me limito a poner mi sonrisa de chimpancé nervioso y coger de la mano a mi Cris que implora el don de la resignación, aguanta el tipo y aprieta fuerte los ojos al tiempo que le embadurnan la tripa con un gel helado e hipoalergénico.

En concordancia con su cautela, Cristina nunca mira al monitor, sólo abre los ojos de vez en cuando para dejarme ver esa mirada de becerro destetado que sólo me regala en las ocasiones especiales. Porque su verdadero miedo reverencial es que de entre esa maraña indescifrable que aporta el ecógrafo, se reconozca en si misma la vesícula, un intestino, un hígado o un riñón y no pueda soportarlo. Porque eso sí que tiene mi Cris, sólo tolera ver las vísceras ajenas, las suyas le dan terror.

Vida inmobiliaria
Cristina se ha vuelto loca.
Cristina y el Porno (y Antonio).
Cristina ronca como un camionero
Pequeñas Tragedias Veraniegas III (Concepciones)
Somatizado

Del agua y otras abundancias

El desarrollo de la conciencia de la escasez es muy complejo, sobre todo en la sociedad occidental. Las formas primarias de dicho desarrollo, es decir, experimentar la escasez directamente a través de situaciones coyunturales como crisis económicas, guerras o desastres naturales no son muy habituales. Tampoco lo es el experimentarla mediante el esfuerzo que conlleva acceder a un bien. Quiero decir, puede que tengamos un bien en abundancia pero requiera mucho esfuerzo físico acceder a él y disfrutarlo. En esos casos, el tratamiento que damos a ese bien es el de escaso.

Cuando estas formas clásicas que nos permiten sentir un bien como escaso no se dan (experimentándola en carne propia) optamos por el valor económico del mismo para tratarlo como escaso. Es una especie de escasez virtual. Así, si un bien es caro – con un esfuerzo económico considerable para acceder a él – el tratamiento que daremos será similar al de la escasez clásica, incluso si este bien fuese abundante. Lo malo es cuando ocurre lo contrario.

El agua es mi ejemplo preferido. De pequeño en el pueblo sufríamos constantes cortes del servicio de agua por tubería. Agenciársela implicaba caminar grandes trechos con cubos tambaleantes, de forma que, para minimizar dicho esfuerzo se realizaba un uso óptimo del precisado líquido, como lo llamaban en la radio. Recuerdo bañarme, con lavado de pelo incluido con apenas una cubeta estándar.

Pero cuando el agua llegaba por las tuberías, aunque realizábamos acopio para estar preparados para el futuro, su uso puntual era como si fuese un bien abundante, sin siquiera cerrar la llave para enjabonarnos o cepillarnos los dientes, porque esencialmente el factor esfuerzo físico desaparecía.

Algo parecido ocurre en occidente con recursos como el agua. Es percibido como abundante y además, es barato. Me impresiona que sea considerablemente más barato que la luz, el teléfono o la gasolina. Vivimos como si nos sobrara, incluso yo mismo tiendo a sufrir de amnesia con respecto a lo que éste o otros recursos representaron para mi. En mi ciudad, por ejemplo, el verano pasado mientras los embalses se encontraban en niveles críticos, las calles se seguían limpiando con agua a presión.

¿Qué pasaría si las tarifas por consumo de agua fuesen similares a las del teléfono móvil? Probablemente, haríamos un uso un poco más racional de ella, porque, al sentirla en el bolsillo podríamos tratarla como escasa. Además, esto aportaría una modernización en la forma de tarificación del agua, que ya le hace falta. Imaginad tarifas por bloques de consumo donde el precio aumente en proporción al mismo, litros libres, mínimos mensuales (consumas o no) o promociones especiales. Por ejemplo, que en períodos de lluvia puedas acceder a un “dos por uno” o así. No sé, al menos algún impuestito de nada por la utilización suntuosa del agua, como para su uso en piscinas, jacuzzis, fuentes o jardines de gran tamaño.

De momento, esperaré sentado a que los de Greenpeace cuelguen unas de sus pancartas enormes en alguna sede parlamentaria del primer mundo auspiciando alguna iniciativa similar, si bien, querido lector, por más que jurungo el horizonte, no veo a ningún político dispuesto a mojarse.

Estados Unidos está en Caracas

Solía pasar en las escenas más emocionantes de las películas, en los partidos de Béisbol con tres en base y casi siempre antes de nuestro programa preferido. El aparato de televisión perdía la señal, comenzaba a mostrar lluvia y a deformar la cara de los seres pequeñitos que, pensaba yo, estaban dentro de la tele. En lugar de drenar la frustración colectiva con lamentos, en el salón se hacía un silencio áspero y expectante, a la espera de la intervención de mi Abuelo que ordenaría que de forma perentoria uno de mis tíos cumpliera con la importante misión de salir al patio a mover la antena.

Para mi era todo un espectáculo. Porque en ese momento todos los espectadores nos convertíamos en catadores de señal televisiva, que indicábamos a grito en voz y todos a la vez “un poquito más”, “pal otro lao”, ahí, ahí… hasta mejorar la señal o escuchar que mi Abuelo, analfabeta pero muy sabio, dijese. Dejalo, que eso es allá. Obviamente, hacía referencia a que el fallo no estaba en la antena sino en el origen de la señal.

La imprecisión fascinante de ese allá me carcomía de curiosidad, hasta que un día, que no pude más, fui directo para develar el misterio. Abuelo, humildemente pregunté. ¿y dónde queda allá? Sin mirarme, como suelen hacer los abuelos para marcar la distancia de la sabiduría, respondió: Allá está en Caracas. ¿Y qué es Caracas, como era de esperar continúe, a lo que él dejó caer, agregando su gesto de desesperación con el que anunciaba – tratándome con diminutivo – que sería la última pregunta que contestaría: Caracas es donde está todo.

Mi Abuelo no supo lo que hizo. De allí en adelante Caracas se convirtió en mi obsesión. Quería viajar al sitio donde estaba todo, conocer dónde es allá. Podría verlo y tocarlo todo. Lo primero que haría sería buscar al General Lee aquel Dodge fabuloso de los Duques del Peligro, y luego pasear por alguna plaza a ver si corría con la suerte de toparme por allá con la señora Samantha Stephens, mi Amor platónico hasta la pubertad.

Mis tíos se burlaban tiernamente de mi, porque me insistían en que estos personajes de ficción – otra extraña palabra – no vivían en Caracas, sino en Estados Unidos, a lo que yo replicaba, sintiéndome poseedor de una lógica aplastante, que no importaba, porque Estados Unidos también estaba en Caracas, porque allí estaba todo.

Lo recordaba esta mañana por casualidad, cuando salía del metro. Me venía preguntando cuál había sido mi primer contacto con la globalización, con esa sensación de cercanía e influencia en mi cotidianidad de cosas y personas que no habían sido tradicionalmente mías, que incluso me desconocían y que no se paraban a preguntar si calarían en mi forma de vivir, porque simplemente lo daban por sentado.

Y es que la globalización entra por los ojos a lomos de la ficción. Sólo así se explica que me sienta cómodo viendo cómo se resuelven crímenes horrendos en ciudades donde nunca he estado, o cómo un nuevo producto puede llegar a mi mesa como un viejo conocido, aunque no lo haya probado nunca, porque ya lo habría visto en la mesa de algún personaje de ficción.