[Domingo de Reposición] V

Publicado originalmente el 28 de Noviembre de 2005

Estados Unidos está en Caracas

Solía pasar justo en las escenas más emocionantes de las películas, en los partidos de Béisbol con tres en base y en las inmediaciones de nuestro programa preferido. El aparato de televisión perdía la señal, comenzaba a mostrar lluvia y a deformar la cara de los seres pequeñitos que vivían en su interior. En lugar de drenar la frustración colectiva con lamentos, en el salón se hacía un silencio áspero y expectante, en espera de la intervención de mi Abuelo que, de forma perentoria, ordenaría que uno de mis tíos cumpliera con la importante misión de salir al patio a mover la antena.

Para mí mente infantil era todo un espectáculo. En ese momento todos los espectadores nos convertíamos en catadores de señal televisiva y como agentes de parqué bursátil, indicábamos a grito en voz esas precisas instrucciones de ajuste: “un poquito más”, “pal otro lao”, ahí, ahí… hasta mejorar la señal o escuchar que mi Abuelo, analfabeta pero muy sabio, sentenciara: Déjalo carajo… que eso es allá. Obviamente, hacía referencia a que el fallo no estaba en la antena sino en el origen de la señal.

La imprecisión fascinante de aquel allá me carcomía de curiosidad, hasta que un día no pude más y fui directo a la fuente para develar el misterio. Abuelo, humildemente pregunté. ¿y dónde queda allá? Sin mirarme, como suelen hacer los abuelos para marcar la distancia de la sabiduría, respondió: Allá está en Caracas. Como me quedé más o menos igual, agregué: ¿Y qué es Caracas?  Mi abuelo puso su gesto de desesperación —porque no le había quedado mucha paciencia para nietos después de trece hijos— y  tratándome con diminutivo cariñoso me hizo saber que esa sería la última respuesta: Caracas es donde está todo.

Mi Abuelo no supo lo que hizo. De allí en adelante Caracas se convirtió en mi obsesión. Quería viajar al sitio donde estaba todo, conocer dónde era allá. Allí podría ver y tocar el todo. Lo primero que haría al llegar sería buscar al General Lee, aquel Dodge fabuloso de los Duques del Peligro, luego saldría a dar un paseo por alguna plaza céntrica por si había suerte y lograba toparme con la señora Samantha Stephens, mi Amor platónico hasta la pubertad. La vería de lejos, eso sí, ya entonces era consciente de mis limitaciones.

Mis tíos se burlaban tiernamente, e insistían en que estos personajes de ficción —otra extraña palabra— no vivían en Caracas sino en Estados Unidos; a lo que yo replicaba, sintiéndome poseedor de una lógica aplastante, que no importaba, porque Estados Unidos también estaba en Caracas, porque allí estaba todo, que lo decía mi abuelo, su padre.

Lo recordaba esta mañana por casualidad, cuando salía del metro. Me venía preguntando cuál había sido mi primer contacto con la globalización*; con esa sensación de cercanía e influencia en mi cotidianidad de cosas, costumbres y personas que no habían sido tradicionalmente mías. Que incluso me desconocían y que no se paraban a preguntar si calarían en mi forma de vivir y pensar, porque simplemente lo daban por sentado, así piensa el negocio del espectáculo.

Y es que la globalización entra por los ojos a lomos de la ficción. Sólo así se explica que me sienta cómodo viendo cómo se resuelven crímenes horrendos en ciudades donde nunca he estado, o cómo un nuevo producto puede llegar a mi mesa como un viejo conocido aunque no lo haya probado nunca porque seguramente ya lo habría visto en la mesa de algún personaje de ficción.


*El mundo ha sido global varias veces en su historia, sin embargo, ahora lo es más rápidamente que nunca. Ya con más edad la edad, creo que puedo responderme a aquélla pregunta, pues estoy convencido que mi primer contacto con la globalización fue el hecho mismo de haberme criado en una frontera.


[Domingo de Reposición] III

Publicado originalmente el 27 de agosto de 2005

Los colores de la ciudad

Escribo exhausto desde una orilla del Támesis. A mi derecha hay una papelera negra que me dice: Oye tu, y por qué no escribes un poco sobre mi, tanto Big Ben y tanto Tower Bridge y de mi nadie habla. Precisamente la estaba yo mirando porque me preguntaba con qué criterio se escogió el negro para pintarla; un color tan poco común para vestir papeleras… y voy más allá: ¿Quién habrá inventado el cargo de pintor de ciudades; esa mente representativa que elige la paleta de colores con la que el hombre pinta la civilización?

Aquí en Londres, los taxis son negros y los buzones de correo rojos. ¿Por qué en Madrid los taxis son blancos, en Londres negros y en Nueva York amarillos? ¿Por qué los buzones de correo son amarillos en Madrid, rojos en Londres e invisibles en Caracas?

Cómo se configuran los colores de una ciudad. Me intriga saber porqué si para tantas otras cosas los humanos han desarrollado y adaptado patrones comunes, para la cuestión de los colores no tienden a la igualdad. La única hipótesis por la que me inclino es que el color, así como la música o la cocina (en el caso de Londres menguadita) forman parte de la identidad de los pueblos y que en consecuencia configuran su identidad a través de ellos. Así las cosas, el color es un reflejo de la identidad y no al revés.

Cómo se vería un autobús colectivo del caribe circulando el centro de Londres. Me refiero a esos con vocación de arco iris, faralaos coloniales pendiendo del parabrisas y tapiz de pegatinas con sabiduría popular: como las que dicen “La llevo pero sola” y “hoy no fío, mañana si”. Creo que sería, ni más ni menos, que un representante de una forma de pensar muy “colorida”; pues de qué otra manera se podría dar cabida a tanta mezcla de culturas que la componen.

Esa misma hipótesis me lleva a pensar sobre la influencia que esa exposición continuada a la homogeneidad (o variedad) en los colores produce en las personas. ¿Será que hacen que pensemos más ordenada o dispersamente, que tendamos siempre a buscar la uniformidad o la variedad en nuestra vida cotidiana? ¿Tanto exposición a amarillo, negro o rojo, nos producirá alguna forma de pensar regida por esos colores?

Misterio.

De momento la papelera no responde a mis preguntas. Parece que se siente intimidada al descubrir que no todas son como ella. De hecho, entorna los ojos, y con gesto de indignación propia de un Londener mira para otro lado mientras me dice sorry.


Nota del Cartero:
Visto en perspectiva, si que la globalización en todos estos años nos está empezando a igualar en los colores y gustos mientras nos hace más desiguales en la economía.

[Domingo de reposición] II

Publicado originalmente el 17 de diciembre de 2003

Lamentos Expectorantes(*)

El despecho está en desuso. La gente hoy en día se evade, se aturde o se ahuevonea, pero no se despecha. Se ha descuidado ese ejercicio espiritual (y mental) tan necesario para la felicidad y que, si no se aprende desde muy joven, hace que las relaciones malogradas nunca se superen y terminen acumulándose como un lastre, como una mala compañía para las relaciones futuras.

Los responsables de salud en los países del primer y segundo mundo deberían tomar en serio este fenómeno, ya que amenaza con convertirse en un riesgo sanitario; en un problema público de salud mental comparable a lo que hoy representan la depresión y la angustia. Hay que comenzar a fomentar el buen despecho tal como se promueve el sexo seguro.

La industria del despecho es también responsable de la degradación de las formas, ya que han sido explotadas sin reforestar y han puesto a este noble sentimiento al borde de la extinción. Al parecer se han quedado sin recursos para continuar con este prehistórico negocio que gravita entorno a las miserias de amor. De hecho, los únicos supervivientes del kit del despecho son los recursos menos elaborados, vulgares y si acaso más perjudiciales: El alcohol y el chocolate. Ya no se hace música para el despecho, ni hay locales adecuados para despechados, ni terapistas anónimos de esos que te escuchaban el cuento en una barra medianatemente limpia.

La reflexión sentimental profunda, el veneno del dolor y los lamentos expectorantes ya no se consideran para superar un mal de amores. Creo, humildemente, que sin esas prácticas estamos rondando, de forma temeraria, el analfabetismo sentimental. Contimás hoy, cuando nuestra alta esperanza de vida nos da tiempo y nos hace más propensos a ser acariciados por unas cuantas compañías y eso implica la necesidad de adecentar el alma entre una y otra.

No es que sea un despechado experto para hablar de estas cosas, más bien es que he vivido muchas simulaciones. Ésta son sin duda más intensas porque lo son de amores platónicos. Así, siguiendo la tradición filosófica, podrían haberlos llamado despechos aristotélicos, aunque de filosóficos no tenían nada. En mi caso eran sufridos, sobre todo porque el alcohol se me da mal y sólo me quedaba la ecléctica combinación de canciones de Felipe Pirela y películas de Sandra Bullock. Es bien sabido que un clavo platónico saca a otro.

Un despecho bien llevado debería desembocar en la completa resignación y en una tranquilidad de espíritu tal, que permitiría allanar, cucharada a cucharada, el camino tortuoso que nos conduce irremediablemente a… tropezar de nuevo con la misma piedra.


* Recurriré a una frase hecha para afirmar humildemente que, más de diez años después, el contenido de esta nota mantiene su vigencia. Incluso, me han dicho que por estas fechas la gente ha desarrollado el hábito de terminar sus relaciones a la japonesa, es decir, a punta de emojis. Imagino que no queda espacio para el despecho, esa cosa extraña que la RAE ha definido de forma tan trascendente: Malquerencia nacida en el ánimo por desengaños sufridos en la consecución de los deseos o en los empeños de la vanidad.