ilimitado

La disciplina es una ingrata. La más ingrata de las habilidades humanas. El esfuerzo necesario para su desarrollo es descomunal comparado con lo fácil que resulta perderla. Disfrutar de sus beneficios requiere mucha práctica, por lo que conviene empezar desde muy pequeños, como con el piano o el violín, para sufrir sin darnos cuenta.

En el hipotético caso de llegar a dominarla, tal vez muy entrados en la madurez, es probable que se deba a que durante la adolescencia aprendimos a relacionarlos con los límites. Se trata de una cuestión de práctica inconsciente, de cómo nos sometemos o rebelamos ante ellos.

Los primeros ejercicios son simples: límites horarios, una unidad de tiempo y poco más. La hora límite para volver a casa, la cantidad de tiempo con los videojuegos, la hora de irse a dormir y cosas así. Son pequeños pero esenciales, porque el límite es fácilmente medible y nos ayuda a intimar con la naturaleza de este. Alguien o algo impone el límite, pero una vez establecido, la relación se desarrolla con él de forma personal.

Es un entrenamiento de años. Casi todo a lo que nos vemos expuestos tiene límites y sólo la práctica constante nos permite pasar a controlar los más abstractos, como los límites morales.

Pero entre unos y otros hay un tipo de límite cuya práctica tiene importancia capital y que, me temo, se está descuidando en occidente: los límites que implican coste económico, que requieren medir y contrastar. La generación X desarrolló la disciplina del límite con las “pagas” que, aun en las familias más humildes, empezaban a recibir sobre la adolescencia. Aprendían a priorizar el gasto y en algunos casos el ahorro. Los primeros Milenials experimentaron con los límites de minutos de llamadas y de mensajes SMS de sus primeros móviles, o aprendiendo a controlar el tamaño de los ficheros que cabían en sus ordenadores, o el ancho de banda; y, al igual que las generaciones anteriores, con la frecuencia semanal de sus series favoritas. En los inicios de la era de la información tenían una idea intuitiva de lo que era un Kb o que los SMS tenían un límite de caracteres, inventando con ello formas para sacarle el máximo provecho (y, sobre todo, pensar antes de escribir).

Sin embargo, la generación Z se ha quedado sin referencias. Carecen de formas de experimentación constante y cotidiana como las expuestas. Su norma es lo ilimitado y eso le cercena la capacidad para adquirir otros beneficios de los pequeños límites, por ejemplo, controlar las grandes frustraciones a base muchas pequeñas. También les acorta la creatividad, teniéndose que conformar con la simple imitación.

No saben cuánto pesan las miles de fotos que toman, los mensajes de texto y audio que envían, o los ocho capítulos de la serie que se han visto de un tirón hasta las cuatro de la madrugada. En general, no saben cómo se relaciona su vida digital con la capacidad de los dispositivos que siempre llevan en la mano. Lo que más usan no tiene límites; tampoco lo pagan, no tienen prácticas.

De pequeño escuchaba a las abuelas afirmar que tal o cual persona había salido rana porque crecieron sin fundamento. Este era un concepto muy abstracto, que yo asociaba precisamente a los límites, la capacidad de valorar lo que se tiene y aprovechar las oportunidades. Nada de eso se logra sin práctica, o eso creo yo.

Como de la familia

limpiezaEsta frase tan recurrida tiene vocación de excusa. Se entona alargando las vocales, como queriendo pedir perdón, y se saca cual coletilla cada vez que hay que referirse a la persona que muchas familias emplean como servicio doméstico. Especialmente, cuando esa persona lleva años ayudando a cuidar a los niños, sacándole los mocos como sus padres o acompañando el primer mal de amores a los adolescentes. No me refiero a familias adineradas y de abolengo (o nuevos ricos ) donde resulta anacrónico que esos familiares vayan de uniforme por la casa, sino a los padres y madres que, con mucho sacrificio, se rinden a la paradoja de tener que pagar a alguien para que les cuide a los hijos mientras ellos trabajan con horarios irreconciliables.

El espectro es muy amplio: Desde padres en solitario que muchas veces sólo pagan a una persona para que busque a los niños en el colegio y les de la merienda, hasta aquellos que compran tiempo en forma de limpiado y planchado a domicilio. Las personas que trabajan en el servicio doméstico entran cada día en millones de hogares que no son los suyos, huelen su intimidad, ordenan las mesitas de noche y se exponen, entre otras cosas, a conflictos rigurosamente ajenos. A pesar de ello, parecieran estar muy abajo en la escala del afecto y reconocimiento sociales. Tal vez sea cultural, lo digo porque parece el mismo valor que se le daba antaño a las labores domésticas de las mujeres que no trabajaban fuera de casa1.

Lo perturbador del asunto es que la cadena continúa y no es exclusiva del primer mundo, sino mucho más larga en los países donde la desigualdad está mas acentuada. Porque en aquéllos, detrás de una mujer (que es lo habitual) que trabaja como servicio doméstico, hay otra mujer que a su vez le cuida los hijos a ésta, si no media una abuela que no cobra, una vecina solidaria que espera reciprocidad o una tía desempleada que se arrogue la tarea. La diferencia está en que unas familias del espectro pagan por tiempo mientras que otras lo hacen por comida. Los contrastes más antiguos de la desigualdad social se las arreglan para que no se hable de ellos.

Lo lamentable es que son los niños, tanto en logística endemoniada del Estado del Bienestar como en la economía de guerra del tercer mundo, quienes terminan pasando cada día menos tiempos con sus padres.

Les estamos criando para que continúen la rueda sin darles más herramientas para defenderse que la catarsis de los lamentos.

Sin respuestas.


1.- También pienso que es la misma razón por la que la mayoría no considera co-workers, entre otras, a las personas que se encargan de la limpieza de las oficinas, pues no les dan ni los buenos días y mucho menos las gracias.

 

Intangibles

Una de las más terribles consecuencias de ser expulsados del paraíso terrenal fue convertirnos en un número en las estadísticas de los gobiernos. Esta situación ha durado siglos y la intención de «economizar sangre» raramente ha aflorado en la historia mundial. Somos números y los números no padecen. Esta misma aproximación ha sido utilizada por las organizaciones internacionales que intentan asegurar la paz, y tras muchos intentos por evitarlo, terminan siempre contando víctimas.

Ser un número es pragmático desde el punto de vista administrativo pero catastrófico para el individuo, para su alma, especialmente cuando nos hacemos la guerra «como naciones civilizadas». Las noticias de guerra y sus consecuencias se han convertido, salvo pocas excepciones, en una plantilla periodística llena de frases hechas, perfectamente reutilizables y con espacios en blanco para rellenar los números, los episodios, las partes beligerantes y la categoría de los afectados civiles; a saber: desplazados, refugiados, rehenes o el brutal eufemismo de efectos colaterales para contar los muertos. Se asemeja a las semblanzas previsibles que las agencias de noticias tienen ya redactadas a espera de la muerte de algún líder inmortal.

Cuando no éramos visuales ni estábamos permanentemente conectados, es decir, cuando nuestra atención no era efímera, los corresponsales de guerra se encargaban de acercar un poco las lejanías entre los que sufrían y los que no y contar lo miserable que podemos llegar a ser como especie. Trataban de ponerle rostro a los números y, mas que informar, recordarnos que los que sufren no son figurantes de una película sino gente como nosotros. No había fotos ni vídeos. Sólo la intermediación íntima de las palabras y el recordatorio de que ningún humano estaba exento. Además, quienes leían más allá de las palabras, podían intuir la certeza de que cuando les tocara huir, cuando les llegara el momento de ser un rostro en esos reportajes, nadie haría nada por ellos. Porque el problema no va tanto de que las víctimas de una guerra permanezcan anónimas detrás de un número, sino de que sean intangibles.

Ser intangible hace que no podamos saber a qué huele un campo de refugiados, que no podamos sentir el frío, el miedo y la mugre. Que no podamos tocar la desesperación del que cruza un desierto en colectivo para preservar la vida (y la de los suyos) o simplemente encontrar una. Nadie palpa al que huye de la muerte y menos si huye en masa, ya que al hacerlo así, se convierte en intangible.

Me gustaría pensar que los gobiernos alguna vez estarán a la altura, que no harán lo mismo de siempre y que por la rendija de su desdén no se colarán los desalmados. Me gustaría pensar que nosotros mismos podremos hacer algo más que donar dinero a una ONG y sentir vergüenza. Quisiera obligarme a soñar que se harán bien las cosas y que los vecinos de los pueblos-refugio no se levantarán piedra en mano para rechazar al «invasor» y que por el contrario habrá empatía y respeto mutuo. En fin, que se trate el dolor ajeno como propio y que la incomodidad se mitigue con dignidad. Sé que es mucho soñar ante el aplastante retorno de la Realpolitikpero me tocaba escribirlo, porque ayudar al que cae en desgracia por causas ajenas a si mismo no es solidaridad, es simplemente hacer lo correcto.

De lo que estoy seguro es que cuando nos llegue el turno, muy probablemente como refugiados medioambientales, nos pasará lo mismo, y que nuestras propias fotos de sufrimiento pasarán por la actualidad futura mezcladas con los resultados deportivos y tan deprisa como se hace scroll.