Dirán que son vainas mías, pero yo deduzco algunos rasgos de la personalidad del prójimo, a partir de la forma en la cuál usa las onomatopeyas. El uso de la onomatopeya como recurso expresivo es muy popular en la infancia. La mayoría de los niños aprende primero el sonido que hacen ciertos animales, antes de conocer su nombre. Es la onomatopeya como sustantivo. Pero a medida que vamos haciéndonos mayores, ese miedo al ridículo que lo estropea (si bien a veces arregla) todo, comienza a restringir la calidad y cantidad de las mismas y nos deja con un limitado y muy arraigado conjunto de sonidos, que sólo usamos cuando estamos en confianza o con unos tragos de más (o ambos).
Por ejemplo. Este humilde servidor le soltará, invariablemente, un agudísimo ñiiiiiuuuuuu para describir el efecto doppler que produce el Renault R25 en recta principal a trecientos kilómetros hora. (O un ñíiiiiiiiiiiú que es el que produce un McLaren). Dicha onomatopeya es esencialmente infantil, porque hace referencia a objetos concretos. Es más o menos lo que hacen los niños, realizar una imitación aproximada del sonido.
Pero cuando nos adentramos a esa época en la cual la etiqueta de adulto comienza a realizar su aparición a sacudones, como areando instantáneas de las viejas polaroid, nuestra habilidad para inventar onomatopeyas más evolucionadas, acordes con nuestra capacidad de concebir en abstracto, rara vez se manifiesta. Sólo pequeños vestigios aprendidos surgen, como el chgkck que se hace con un hueco de aire y una migajita de saliva en la parte de atrás de la boca, para rematar una afirmación con aire de razonamiento. Claro, es más gringo que latino, pero nos sirve para efectos didácticos, querido lector.
Así las cosas, las únicas onomatopeyas que quedan, son relegadas a usos menores, principalmente como metrónomos de actividades profesionales. Si quiere un ejemplo, observe a un informático paseándose por las opciones de un programa: Ahora un plin aquí, un chán, tiqui y… chachán. O a un varón (cualquier edad) jugueteando con su nueva cámara digital o teléfono móvil. A mi me resultan algo así como onomatopeyas epistémicas, porque al parecer, nos sirven para anclar conocimiento durante el aprendizaje.
Pero existen otras personas, que vamos… te dejan perplejo. No dejan de crean onomatopeyas en la edad adulta y lo mejor, es que éstas aparecen evolucionadas, son onomatopeyas abstractas y casi siempre de intangibles. Así se las escuché a un querido amigo este fin de semana. Me invitó a comer sushi (aquí es barato), preparado por él mismo, y en una de esas, emitió una armoniosa sonoridad para representar la acción de envolver el preparado de arroz y pescado crudo en un rollito de algas. ¡Genial! Eso hizo que me fijara detenidamente en el amplísimo repertorio que posee para indicar sonidos de intangibles, como el sonido de las afirmaciones taxativas, la frustración, la pereza, el hastío, la sorpresa y el más impresionante, la onomatopeya de la atención.
No, no me pidan que las reproduzca, lo he intentado un rato y no me salen. A ver si se las grabo uno de estos días y ¡zas! hago mi primer podcast.