Todo poder con vocación absolutista siente una especial debilidad por las misiones. Le cautivan, no se conciben a sí mismos sin ellas. Pongamos por ejemplo a la Iglesia: Durante mucho tiempo monopolizó el concepto gracias al cual aseguró su expansión. El vínculo es tan estrecho que cuatro de las diez acepciones de la palabra misión que figuran en el DRAE están directamente relacionadas con ella.
Otro caso emblemático es el militar. Casi toda su operativa de define en misiones, con objetivos claros, planes de contingencia y un comprobado apego a su cumplimiento, al punto de que casi siempre la meta justifica los medios. Pero un ejemplo especialmente curioso, es el de las revoluciones jóvenes y de aquellos gobiernos que surgen de ellas, da igual que catapultados por la euforia, como los que florecen en la Europa del este, o como fruto de la frustración de los pueblos, como los que se expanden por el tercer mundo. En todo caso, éstos ven en las misiones una forma de actuación rápida, socialmente contagiosa y de supervisión desinhibida.
No me desagrada el concepto de misión. Recuerdo haber vivido y beneficiarme de ellas en mi infancia. Algunas resultaban intimidatorias, como aquellas de vacunación contra casi cualquier cosa, ante las que no había escapatoria porque nos hacían la emboscada en la escuela. Y otras especialmente estimulantes como las de alfabetización. De esta última me sabía hasta el himno de campaña, que terminaba con un inspirador colofón cantado a coro de cuatro voces: “¡acude, te estamos esperando!”
El gravísimo problema con las misiones es que se desvirtúan con asombrosa rapidez y se erigen como ineficiente representación de lo que debería ser la normalidad. Es decir, se olvida que la misión sólo mitiga una deficiencia estructural, no la soluciona. Algunas misiones llegan incluso a adquirir tal magnitud, que absorben y emplean ineficientemente más recursos de los que se necesitarían para corregir estructuralmente el problema por el que fueron concebidas. Pero es una tendencia harto difícil de revertir y que posee un fuerte anclaje social. En ese caso, lo sensato es intentar contribuir sugiriendo algunas misiones que aporten beneficios más duraderos.
He pensado en una que, sin intención provocadora, podríamos llamar Misión Washington. Tendría como objetivo el que, antes de que finalice esta década, hayamos creado una generación bilingüe Castellano-Inglés en los países latinoamericanos. Pensé en llamarla Misión Shakespeare, pero me sonaba un poco dramática, también se me ocurrió denominarla Misión Whitman, pero la poesía no está muy bien vista por estos días, además su tendencia homosexual podría engendrar rechazo en Latinoamérica; y finalmente Misión Hemingway, pero ya saben, no es buen ejemplo en el Caribe ese del suicidio. Así que MisiónGeorge Washington, cuya pronunciación es popular porque viene en todas las series de acción, me pareció adecuado. Este hombre fue un gran revolucionario sin vinculación partidista y claro defensor de la independencia y la libertad. Echando números, creo que se podría iniciar la misma con unos veinticinco mil nativos de habla inglesa en calidad de misioneros, por cada cuatro millones de estudiantes.
Sobra citar los beneficios que una generación bilingüe daría a Latinoamérica. Seríamos algo como una segunda India, en lo que respecta a la deslocalización de los Call Centers del primer mundo y los centros de producción de tecnología. Nuestro turismo se potenciaría superlativamente y que decir de la fluidez del intercambio comercial. Además, como beneficio colateral, podríamos por fin eliminar los molestos subtítulos con los que leemos las películas en versión original.
Eso.