Mi inglés mejora a pasos de gigante. Esa es la ventaja de vivir en una ciudad que recibe la visita masiva de anglófonos turistas, que se extravían frecuentemente en los hipo-señalizados servicios de transporte. De entre tantos Japoneses topógrafos, británicos envarados o alemanes etílicos, la probabilidad de mantener una agradable charla con alguno de ellos es, sencillamente, enorme.
Esta mañana en la estación de Chamartín, sube al tren un señor británico, con un clon, que parecía ser su hijo. Ambos provistos de una curiosa cara de boyescauts. El Padre se acerca reverencialmente e interrumpe mi lectura con un educado excuse me. Yo le respondo adoptando una pose de sincera atención, añadiendo una leve inclinación del torso. Susan – my teacher bostoniana- dice que el ochenta por ciento de la comunicación es corporal y no verbal, y a mi esa se me da muy bien, porque con ella no tengo problemas de pronunciación ni comprehension. (con la comunicación, que no la teacher, quiero decir) Bueno, seguidamente, y mientras realiza una movimiento de norte a sur con su brazo de avestruz, indicando el sentido de la marcha del tren, el señor británico me pregunta: ¿Atocha? Que aunque me lo dijo en inglés, con esa Ch floja, le entendí perfectamente.
Relajé mi espalda y me concentré en que la respuesta me saliera natural. Tuve la intención de facilitarle alguna que otra información adicional, que le transmitiera confianza, como cuantas paradas faltaban y cosas así. Pero desistí de la idea al observar que llevaba un mapa de la línea férrea en la mano, y no fuera a interpretar que estaba dudando de su capacidad para leer los mapas. Eso a los hombres nos afecta sobremanera.
Así que apunté mi dedo en la dirección de la marcha, sonreí con conocimiento de causa y agregué, yuxtaponiendo un efecto gutural desenfadado, un claro y limpiamente pronunciado: Yes!
Eso es lo que yo llamaría una experiencia de inmersión idiomática. 😉