Se trataba de una puerta antigua, de esas que a fuerza de permanecer abiertas sólo cierran con maña. Así que apuró hasta el último tramo del cierre para dar las gracias, dio el jaloncito final al picaporte y escuchó el clap del pestillo. Apolinar respiró tranquilo. Las pesadillas del fin de semana anterior le parecían ahora de una ridiculez infantil, como predijo su mujer. Lo que no le dejaba dormir, era un aviso de corte inmediato del suministro eléctrico de su carnicería, pero acababa de llegar a un acuerdo de pago con la directora de la oficina de la eléctrica. Ésta le indicó que el aviso quedaba sin efecto y que lo que se buscaba era presionar para que los morosos se pusiesen al día.
Las dependencias de la empresa eléctrica eran en esa época diáfanas y permisivas. De tan conocidas y familiares, la gente solía andar por ellas como por casa. Es difícil imaginar que de aquella casona colonial de aspecto rotundo y zaguán de pasos perdidos, no queden más que fotos de prensa en blanco y negro.
Después del aviso, Apolinar tuvo tres pesadillas -una por noche- con un denominador común que hacía las veces de despertador: La amenaza que dejaba caer sobre la humanidad de la directora de la oficina: Si me cortas la luz, te abrazo.
En el trayecto de la eléctrica a la carnicería sólo había tres bares y dos farmacias. Apolinar lo hizo andando, por lo del colesterol, y para apaciguar los nervios, aunque con un cigarro en la boca por aquello del equilibrio. Cuando llegó al negocio, algunos clientes le reclamaron el retraso: Ya voy, ya voy. Es que andaba pa’ la eléctrica, los muy ladrones me querían cortar la luz. Con la ayuda de un espontáneo terminó de alzar la Santamaría y se quedó con las manos arriba, como si fuese un atraco. Algo no iba bien pues no escuchó el estruendo de los compresores de las cavas y frigoríficos. Todo lo enchufable estaba muerto y hasta el bombillo del baño, que dejaba encendido por la noche, más por cábala que por necesidad, estaba dormido.
Lo único en lo que todos los testigos coinciden es en el tratamiento formal que le dio Apolinar a la directora de la eléctrica: Puta embustera. De allí en adelante, todos aportan variaciones sobre la intensidad de su ira y los eventuales cambios en el color en sus ojos. Algunos incluso aseguran haber visto cachitos brotar de la frente de Apolinar y oirle hablar en lenguas extrañas a medida que convulsionaba en el piso. Lo cierto es que fue a la trastienda de la carnisería y salió con un frasquito en la mano. Nadie recuerda que Apolinar haya dado descanso a su indignación, mientras con pasos largos y determinados, hacía el camino de vuelta a la eléctrica.
Pasó el zaguán con el cigarro a medias, entró en la oficina de la directora, cerró la puerta y le increpó. ¡Te lo dije el viernes, el sábado y el domingo, que si me cortabas la luz, te abrazaba. Y yo lo que digo lo cumplo, aunque lo diga en sueños! La mujer no reaccionó a tiempo. En un instante sin escapatoria, le vio poner el cigarro en la esquina del escritorio, regarse el contenido del frasquito con un ademán de fragancia masculina, y flamear sus dedos cuando fue a coger de nuevo el cigarro. Lo demás fue un incendio escandaloso, la casona ardió hasta desaparecer.
El análisis forense de los cuerpos carbonizados dejó constancia de la determinación de Apolinar. No soltó a la directora ni después de perder la conciencia por el dolor de las quemaduras. La mató de un abrazo, por un corte de luz.
Nota del Cartero: Basado en hechos reales.