En la posguerra europea te podías ganar la vida con una máquina de escribir. De vez en cuando, se dejan caer por allí en viejas películas, escenas de un escriba mecanizado, recibiendo el dictado de un obrero de pantalón ancho y gorra estrujada entre manos. Los mecanógrafos callejeros servían de intermediarios o intérpretes, a analfabetos reales o de caligrafía menesterosa; urgidos de hacer llegar noticias a su familia, o amada(s) -así se decía antes- o dirigirse formalmente ante instituciones oficiales.
En general, el mecanógrafo callejero llevaba a cabo un ejercicio de estandarización epistolar, consultoría de imagen y hasta asesor jurídico. Todo basado en la acumulación de experiencias ajenas. Incluso, dejándome llevar por el romanticismo, imagino que en muchos casos eran capaces de exaltar los sentimientos dictados y adornar a los admiradores torpes, cual Cyrano De Bergerac. Vamos, que no eran meros transcriptores.
Después de tantas transformaciones sociales, también la telecomunicación se ha convertido en un hecho privado. Sobre todo en el primer y segundo mundo. Es muy raro, salvo que el comunicante así lo quiera –y de esos hay muchos- que alguien se pueda enterar de una comunicación ajena en plena vía pública. Y esa relación de confianza con el transcriptor, diciéndole en voz baja las partes embarazosas de la misiva, ha desaparecido.
Pensé en todo esto hace unos días, mientras visitaba mi país, ya que ha brotado de sus calles un nuevo tipo de servicio de comunicación, aunque esta vez con teléfonos a la intemperie que se alquilan por minuto.
Las similitudes entre este servicio, y el de los mecanógrafos callejeros de antaño es muy interesante: En esencia, se vuelve a una pérdida de privacidad, sobre todo ayudado por la mala calidad de las líneas. El operador, quien te presta el servicio, está al tanto de todo lo que dices. El cable del auricular es lo bastante corto para facilitarle la tarea y cuando bajas mucho la voz, notas como se ofusca. Pero lo más curioso, es la habilidad que tienen para realizar, al vuelo, su servicio de consultoría, completamente gratis. Así, si oye que el cliente le dice a su interlocutor, que no sabe dónde realizar un trámite, el teleoperador le interrumpe para decirle, por ejemplo, eso es en el Ministerio del Trabajo. Si se percata de algo como -No mi amor, llevé los papeles y me dicen que hasta el martes- el sujeto le suelta un: -Mire, vaya ahorita y pregunte por el señor Apolinar, él le habilita eso barato.- Pasando obviamente, por recomendar servicios complementarios de mensajería: -Ve, hablate con Juancho, que ayer llamó a su mujer y le dijo que iba pa’ Caraca.
El caso que me faltaba, el de un enamorado en apuros, lo recolecté en una estación de servicio de carretera, en una zona rural. En esta escena, la teleoperadora seguía la conversación entre el muchacho y su novia enojada por un teléfono auxiliar (a petición imagino). Y midiendo las reacciones de la muchacha en tiempo real, iba aconsejando al afligido llanero sobre lo que tenía que decir. Aunque tuve que esforzarme, todo hay que decirlo; porque como se sabe, a las novias enojadas, se les ha de hablar pasitico.