La Rockola era una máquina que propiciaba el ejercicio de la tolerancia y la convivencia democráticas. Por eso fue víctima de un complot internacional, que la ha llevado a vivir en cautiverio, escondiendo sus voluptuosas dimensiones y su cabellera Art Deco, en reconditos pueblos asolados por la nostalgia. De hecho la Rockola, como ejercicio democrático, es mejor que el voto. Que por poco frecuente, agobiante y aburrido, sólo nos deja el equivalente emocional, de esas molestias musculares que sufrimos cuando volvemos torpemente al gimnasio. Raccionarios. Después que una mañana adulta, nos redescubrirmos sosos ante el espejo.
Con la Rockola se estudiaba comportamiento democrático con una frecuencia saludable. En primer lugar, se aprendía el respeto por las preferencias ajenas. Por los, a veces desesperantes, gustos del prójimo. Si queríamos escuchar nuestra canción, teníamos que escuchar también la de los demás. En ocasiones nuestros gustos coincidían, y en otras no. Pero todos aceptaban las reglas del juego. Asimismo, se ejercitaba el concepto de alternancia en el poder, dado que cada quien tenía su momento de gloria, cuando la máquina tocaba su selección.
Las sociedad estaba perfectamente representada, incluso se garantizaba el respeto a las minorías. Las máquinas menos avanzadas podían albergar hasta doscientos vinilos de cuarenta y cinco revoluciones. Eso daba cabida a todas las corrientes de opinión; suficiente como para que todos se sintieran representados. Recuerdo de pequeño haber escuchado sesiones tan eclécticas, que incluían los aullidos de Yolanda del Río, goteando veneno en una copa de vino; a unos Abbas traslúcidos interrogando a una Chiquitita; o a unos Beatles minimalistas que enseñaban a decir ayer en inglés. Colateralmente, con la Rockola los ciudadanos aprendían otras normas cívicas, como esperar el turno y tener paciencia, elemento básico de la democracia, dada su poca fascinación por los apuros justicieros.
En plena época dorada, existían unos modelos muy sofisticados que incluían mecanismos para evitar las tiranías y respetar la disidencia. Para repeler a los tiranos, incorporaban una opción que evitaba que se pudiese programar una canción más de tres veces seguidas; y para garantizar los derechos de los disidentes, incorporaban una funcionalidad maestra, hermosa a mi juicio, que permitía comprar silencio. Debo este dato a mi querido amigo Restituto, que me contaba como metía su moneda y seleccionaba tres minutos de silencio, para tomarse el café en un ambiente sosegado. En calma.
Como hicimos en su momento con el picó (philco) para los tocadiscos, o el paper mate para los bolígrafos, los caribeños adoptamos una marca para denominar a todos los coin-operated phonographs, también conocidos como jukebox. David C. Rockola, un canadiense emprendedor, nombró así a su compañía (Rock-Ola), una más en un ambiente otrora competitivo.
A mi juicio, la contribución de la Rockola a la democracia, hubiese sido maravillosa. Ejemplar. Pero la humanidad camina hacia el individualismo estandarizado, que le vamos a hacer. En todo caso simpre sorprende ver, como la vocación pluralista de la Rockola contrasta enormemente con la dictadura sonora en los locales de hoy día, en los que la música sólo figura como un calculado elemento del ambiente, que se elige a juego con la decoración.