Debe estar por llamar – pensó María en voz alta – con la certeza que proporcionan los años. Juan había salido esa misma mañana en su carro particular, para efectuar el recorrido mensual de supervisión, de los puntos de venta de la zona costera. Después de tantos años de matrimonio y dos hijos, ella esperaba esa llamada como una costumbre. No para enterarse de algún infortunio, que para eso no necesitaba llamadas. Esas cosas se sienten, afirmaba con convicción. Sino para que él se quedara tranquilo. A cuatrocientos kilómetros de distancia, Juan le llamó brevemente, mientras se asilaba con un café en una bomba de carretera y para que ella se quedara tranquila, como solía decir. Luego de un saludo inicial, breve y más que amoroso, protocolario, María preguntó por el otro miembro de la familia. – Ve, ¿y cómo se portó el carro?
En el caribe acostumbramos atribuir volición a casi todas las máquinas. Pero el caso del carro es más que eso. Sobre todo para la clase pobre-alta, es más que un símbolo de estatus, es un heredero, un familiar, un confidente; que no come en la mesa del comedor, por la mala costumbre de los fabricantes de hacer las mesas pequeñas.
En las partidas de nacimiento de mis veintitrés tíos figura la palabra chofer, que era la profesión de mis abuelos. De ellos heredaron los rituales y los mimos que habrían de proporcionar a sus carros, y a través de ellos fui testigo de los extremos a los que podían llegar, para honrar la bandera del mantenimiento preventivo. Claramente: Sus mujeres aceptaban la competencia desleal y se resignan a no recibir ni un regalo por navidad, mientras al carro se le compraban esterillas, flecos y se le acaricia con pulituras todos los domingos por la tarde. Así, se da la paradoja de que María preguntara por el carro, como quien pregunta por la querida.
He sido testigo de la costumbre de bendecir los carros, aunque esto no debería ser visto como una excentricidad, ya que el cura de mi pueblo bendecía hasta las licorerías. También podría resultar exótico que en el caribe el carro figure como un complemento de la personalidad; y como los perros, los carros desarrollen una metamorfosis para mimetizar a sus dueños, y no les quepa la menor duda que también ocurre al contrario. Los carros se ganan atributos humanos junto con el cariño, y pueden llegar a ser fieles, celosos y caprichosos, sobre todo cuando los años le pasan factura. A los carros se les trata con ese dejo de propiedad con que las madres suelen decir que “el niño no me come caraotas.”
El caso emblema de esta relación, se da con los carros-sustento. Aquellos que levantan familias a base de kilómetros, y que envejecen junto con el cartelito de por puesto, libre o taxi. A estos se les habla, literalmente, y se les adorna con alguna imagen sagrada, que baila al son del retrovisor.
Finalmente, la corroboración de este aprecio al carro suele reposar en los álbumes de muchos hogares. En los cuales duerme segura, alguna foto de familia, que muestra a María con la niña en brazos, a Carlitos engominado y a Juan, con una mano en el bolsillo y la otra sobre el capó de su fiel escudero, pongamos por ejemplo, un Malibú del 77.