El problema con las revoluciones, es su obstinada costumbre de morir en cuanto alcanzan el poder. Junto con ellas, se llevan un portafolios de principios e inventos valiosos, que le permitieron unir esfuerzos y ganar adeptos – y algunos adictos -, en su camino hacia el ansiado cambio. Las revoluciones suelen ser alcabalas de estafa, que sucumben demasiado rápido al exceso de expectativas y a la frustración colectiva. Me he enterado de pocas que realmente hayan logrado ser algo más, que la consolidación de algún mezquino proyecto personal. De todos esos inventos de «vocación revolucionaria», a mi el que más me gusta, por honesto – aunque también ha muerto -, es la canción social o protesta.
En la segunda mitad del siglo pasado, surgieron diseminados por toda Iberoamérica, cantautores para todos los gustos, que clamaban valiente y honestamente, por una infinidad de reivindicaciones sociales: La libertad sindical, la reforma agraria, peticiones a Dios para que los protegiera de la indiferencia, o sencillamente canciones-relato, que narraban la (aún) depauperada realidad de los pueblos oprimidos, como solía llamarse entonces a… los pueblos oprimidos.
Eran hombres y mujeres con corazón y guitarra, que afinaban sus letras para llegar al pueblo esquivando el «intelecto» del tirano de turno. Los más osados cantaban con el estilo simple y contagioso del decreto: Si se calla el cantor, calla la vida. Otros hacían señas por las ventanas, a modo de coplas-axioma que retumbaban en el tarareo de sus protagonistas: Las entrañas de la tierra / va el minero a revolver. / Saca tesoros ajenos y muere de hambre después. Luego, surgieron poetas de tierno vozarrón, que mostraban temerariamente el pecho, con letras que no pierden actualidad: ahora que el petróleo es nuestro / no hablo de carne mechada / porque así le queda al pueblo / en la manifestación.
Eventualmente, la canción social tocó los bordes de la sofisticación, y se mudó a una nueva forma de trovar, elaborando letras de amplio espectro que solían, en su ambivalencia, confundir al menos incauto: Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan / para que no las puedas convertir en cristal./ Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo. / Ojalá que la luna pueda salir sin ti. /Ojalá que la tierra no te bese los pasos. Poesía tan hermosa como ésta, bien podía dirigirse a un oscuro imperio de algún punto cardinal, o a aquella chica despiadada y presumida, protagonista de tu primer desengaño de juventud.
Los tiempos han cambiado y cosas como la reforma agraria y el hambre no han dejado de ser lo que eran: Sinónimos de promesa falsa. Así, bien que las revoluciones «triunfen» o «fracasen» pierden en consecuencia su capacidad de autocrítica. En el primer caso, por complicidad, y en el segundo por descrédito. La canción protesta, debería asemejarse más a un vigía experto, que levante la voz ante las injusticias. Hay muchas más vergüenzas patrias hoy en día, en toda Iberoamérica, a las cuales dedicarles una canción. De hecho, yo la llamaría canción demanda, para estar a tono con los tiempos. A ver quién se moja.