La Señora que Canta

Hacia el final de la Guerra Fría, la campaña mediática anticomunista se vio incrementada en occidente. No sé. A manera de estocada final, digamos. Proliferaban los documentales que sacaban a la luz las “verdades” del estilo de vida comunista, en las repúblicas soviéticas. Los aspectos más destacados en artículos, documentales y libros no estaban ya ralacionados con la amenaza nuclear, sino con lo mal que lo pasaban los rusos con la falta de libertad de expresión y las colas a las cuales eran sometidos. Sí, las eternas compañeras de los ciudadanos soviéticos: Una cola para comprar pan, arroz, calzado y ropa, tramitar ayudas, comprar el periódico y llamar por teléfono. ¡Con aquel frío! Pobrecitos, decía el comentarista, menos mal que en occidente no pasamos por eso.

Mientras vía aquéllo, no salía de mi asombro al comprobar que, a pesar de vivir en un país democrático, las colas eran tan comunes para mí, como lo eran para los humanos del imperio del mal. En mi Caribe natal, recuerdo haber hecho colas en los bancos de hasta tres horas para cobrar un cheque o hacer un depósito. Colas de adeudos para pagar el teléfono, el agua y la luz. He hecho colas ante los teléfonos públicos y los cajeros automáticos. Para comprar la carne en el supermercado y en las cajas para pagar. Colas de divertimento, en las taquillas del cine y hasta dentro de mismo para entrar a las salas. También colas madrugadoras para sacar el pasaporte, la cédula (carné) de identidad, o el permiso de conducir. Aunque sin duda, las más curiosas para mí, eran las colas fogosas frente a los moteles de carretera, los días de enamorados y secretarias, y las colas masoquistas frente a discotecas racistas y restaurantes de élite.

Salvo el frío, todo lo demás era igual. Bueno, realmente no. La diferencia era –no sé si todavía es- la libertad de expresión. Aunque no le importara a nadie lo que dijeras, ni fuese eso a cambiar en nada tu situación, podías expresar tu descontento, como catarsis. Por ejemplo, en la cola del banco, decir que el “servicio” era una mierda, que el cajero era una tortuga, o gritar cuando alguien se ha colaba.

Soportar una cola es un arte. Hay gente que sencillamente se resigna, resopla de hastío de vez en cuando, mantiene los brazos cruzados y asumen avances de treinta centímetros como victorias bélicas, que defienden cual si estuvieran sitiados. Vamos, como los rusos de los documentales. Existen otros que hablan y hablan. Cuentan su vida a desconocidos con la misma naturalidad de quien habla con la familia. Por esta vía me he enterado de anónimas preñeces precoces, operaciones de cálculos geológicos, infidelidades morbosas y hasta los tratamientos más efectivos para las hemorroides.

Pero hay una técnica que ha permanecido hasta ahora oculta en la Tierra Media: Cantar en voz alta. Técnica excéntrica, donde las haya, pero es justo decir, que nunca llegué a ver a su practicante estresada ni molesta. Hasta daba los buenos días a quien la atendía al final de la espera. Me topé con esta Señora muchas veces en muchas colas. Y salvo su costumbre colera, no podía intuirse en ella nada anormal. Cantaba de todo, poseía un gran repertorio. Todos los rusos la miraban con desconcierto y hasta se apartaban en previsión de un ataque repentino. Diría que preferían ver a un chino en la cola del banco, que a la Señora que Canta. Nunca la conocí, ni le di las gracias por hacerme más llevadera las colas eternas y ayudarme a reírme de mis desgracias. A modo de homenaje le dedico esta nota.

Catadora de Dedos

Le habló sin rodeos, como buen Escorpio, aunque haciendo esfuerzos por obviar el calor de agobio de la habitación. Le pidió que relajara la mano, para que ella pudiera guiarla con facilidad, y a pesar de sentirse vulnerable así lo hizo, pues no tenía opción. Primero le tomó el dedo índice, suavemente pero con firmeza, y lo humedeció una levedad a fin de facilitar el rastro. Luego, lo dirigió con pericia adonde hacía falta, ejerciendo una sutil presión durante el tiempo justo, hasta que obtuvo el resultado deseado. Finalmente, haciendo alarde de porrista urbana, barajó el resto de los dedos, uno a uno, hasta completar la mano, dejando escapar junto a un suspiro de calor, una sonrisa mecánica, mientras le acercaba una toallita húmeda para que se limpiara.

Esta escena ramplona – que parece haber sido extraída de una revista porno barata, de esas trajinadas y amarillentas, que yacen en las guanteras de los camioneros – esta escena decía, es tan real como cotidiana: La llevan a cabo mecánicamente, decenas de funcionarias públicas, que laboran tomando las huellas dactilares de los tramitantes de documentos de identidad: Las Catadoras de Dedos.

Personalmente me resulta una labor fastidiosa, equiparable a la que debe sentir un operario de una cadena de montaje. Me gusta pensar que este tipo de empleados, deben de ejercitar mucho su capacidad de fantasear, a fin de combatir el tedio extremo de sus responsabilidades. En el caso de la toma huellas, estoy seguro que alguna funcionaria, de la división de extranjería de Madrid, habrá ya comenzado a escribir un libro, titulado por ejemplo, “Dedos del Mundo”. Y es que en especial por esta área, pasan dedos de casi todas las nacionalidades.

Una catadora de dedos experta, podría identificar la nacionalidad o la raza de una persona con sólo verle las manos: Los chinos por ejemplo, tienen dedos pequeños y puyúos, al igual que cierta raza de negros impuros que poseen dedos de ET. Hay dedos de tubería industrial, como la de hombres y mujeres nórdicos, y dedos de cochinillo, regordetes y breves. Hay dedos perfectos, elegantes y firmes. O cruelmente mutilados por mala suerte o ajuste de cuentas de la mafia. Los hay también con uñas comidas, cuidadas o sucias. Y hasta algunas manos clandestinas, que poseen dedos de terodáctilo.

También podrían aventurarse como esotéricas aficionadas, harto más lucrativo que eso de escribir. Leyendo los dedos, podrían adivinar el pasado tortuoso o feliz del dedohabiente. Si labran la tierra o lavan los platos. Si están expuestas a las calderas de las cocinas o a los improperios de las oficinas. Y no me pueden negar que de entrada eso impresiona.

Carpinteros, albañiles, modelos, usureros, estudiantes, choferes y contables. Todas las profesiones se delatan en la forma, textura, deformaciones y cicatrices de los dedos de la mano. Sólo hay que mirar con detenimiento.

Suricato bituminoso

Si alguna vez visita Madrid, no se inquiete si por el rabillo del ojo, ve venir una sombra en estampida, con cara de susto y mantas-bulto en las manos. Son los suricatos bituminosos. Ciudadanos de países africanos, que huyendo de un tipo de miseria, llegan a Madrid, para experimentar otra.

Para las autoridades policiales, representan el último eslabón de la cadena del top manta, la venta de copias ilegales de discos compactos (cidis) y dvdes: Para mi represenan mucha tristeza. Detrás, como siempre, están las mafias, que casi nunca pierden. Los africanos en cuestión, ni siquiera hablan castellano, y todo en ellos es ilegal: el hambre de la que huyen, la situación de su residencia, y lo que venden para mal vivir.

Para evitar ser capturados, utilizan la estrategia del suricato, que seguro habrá usted visto, en algún documental de “nuestra fauna salvaje”. Hay uno de ellos que otea el horizonte. El especialista en reconocer la cara de los policías de civil (paisano), que les persiguen. Entre todos le pagan, para que les alerte ante la amenaza del algún depredador. En cuyo caso, recogen su manta cruzada por cuerdas, y escapan a toda velocidad, mirando a sus espaldas, y aguantando la carrera, sólo cuando ven desaparecer el peligro. Ver que otros de tu especie huyen y tu no… afecta. Es como si se tratase de una amenaza selectiva.

No justifico la falta o delito que presuntamente, como suele decirse, estarían cometiendo. Eso no se discute. Sólo me preocupan sus caras de miedo perenne. Me preocupa que su léxico en castellano esté compuesto, principalmente, por el nombre de los cantantes de moda. Me ahoga mirar sus ojos de víctimas y que nadie piense en una solución más sofisticada y humana que capturarles y expulsarles. Me sacude en fin, que ningún cantatautor, les dedique una canción.