¡Ay San Francisco!

No sé que pasa esta semana, pero todas las notas han comenzado con citas. Y hoy no será la excepción. A continuación unas palabras de Gavin Newsom, Alcalde de San Francisco (el de California) en una rueda de prensa:

Perdonen, pero se lo quiero repetir: en 16 estados de este país, [USA] no hace mucho –los 36 años que tengo- no permitían que los blancos se casaran con los negros o con asiáticos. Todo cambia. Y creo que es hora de que practiquemos lo que predicamos, y eso hay que extenderlo al lazo que se establece entre dos personas que lo único que quieren es tener los mismos derechos que los demás.

A ver. Esto que se hace en SF no es una unión civil bajo una ley especial, como ya se hace en otros países europeos. Sino un matrimonio en toda regla, con los mismos derechos de los matrimonios de toda la vida. El grito al cielo –nunca mejor dicho- lo han dado las distintas religiones, incluidos los partidos políticos, en defensa del “Sagrado matrimonio” y de la “familia”, base fundamental de la sociedad, según los antiguos libritos de educación moral y cívica. Incluso en España, el clero se ha atrevido a decir, que el matrimonio entre homosexuales, podría quebrar la seguridad social.

Yo sigo observando, y más allá de la curiosidad mediática de ver en la tele las bodas donde hay dos chicas vestidas de novia o dos chicos vestidos de frac, a mi lo que me resulta interesante, es la extraña relación que adquieren en el debate las palabras familia y matrimonio.

Usaré la cultura popular para soltar generalizaciones: En el mundo occidental uno de cada dos matrimonios no se llega a convertir en familia, pues se divorcian antes de cumplir los dos años de convivencia. Los que sobreviven, lo hacen con hijos de por medio, que tarde o temprano terminan viviendo en directo, la separación de sus padres. Esto contrasta con las estadísticas al vuelo que se han levantado entre los cuatro mil matrimonios que se han realizado ya en SF, desde el doce de febrero de este año. Ellas indican que el tiempo promedio de convivencia de las parejas contrayentes es de seis años. Hasta hay parejas maduras que llevan quince años juntas.

Quiero decir: El matrimonio no hace familias, ni siquiera es un requisito para ellas. Para mi, el matrimonio no es más la herramienta jurídica que se ha inventado la sociedad para gestionar mejor los divorcios.

Los homosexuales son una minoría más, como las muchas que hay. He leído en alguna parte que suelen ser, biológicamente, el diez por ciento de la población. Como todas las minorías, son iguales ante la ley. Me siento incapaz entonces de percibir (necesito ayuda) cuáles son los desastres sociales que podría ocasionar el que tengan el derecho de gestionar mejor sus divorcios, asegurarse la patria potestad de la prole, acceder al régimen de visita de los niños y decidir como todo el mundo, quien se queda con el vehículo y quien con la casa.

Ver también:Los hijos del mariquita

Santiago de León (de Caracas)

Monseñor Carrillo no podía renunciar a su deber. El martes 21 un poco antes del medio día, estaba diciendo su misa ordinaria cuando una manifestación de médicos se refugió en su Iglesia. En la confusión la misa fue interrumpida, y agentes uniformados y civiles irrumpieron en el recinto, armados de fusiles y ametralladoras. En un instante la Iglesia de Santa Teresa se impregnó de gases lacrimógenos, pero los policías impidieron la salida de las 500 personas – hombres, mujeres y niños – que se asfixiaban en el interior. Una bomba estalló a pocos metros de Monseñor Carrillo. Los fragmentos se le incrustaron en las piernas y el párroco, con la sotana en llamas, se arrastró hasta el altar mayor. A pesar de la confusión, un grupo de mujeres mojaron sus pañuelos en el agua bendita de la sacristía y apagaron la sotana del párroco.
Cuando la Iglesia fue evacuada, la policía se opuso, incluso, a que las ambulancias se llevaran oportunamente a los heridos. El Arzobispo llamó por teléfono al comandante de la policía, Nieto Bastos, cuando todavía la Iglesia estaba sitiada. Nieto Bastos respondió: Son ellos quienes están acribillando a la policía.

Monseñor Carrillo no pudo ser conducido al hospital. Con las piernas inutilizadas por los fragmentos de la bomba, fue llevado al despacho parroquial, hasta donde logró penetrar, al atardecer, un médico que le prestó los primeros auxilios.
….
Durante toda la noche, mientras el párroco sufría en su dormitorio del primer piso, presa de terribles dolores, la policía disparó contra la Iglesia para dar la impresión de que allí había grupos atrincherados. Energúmenos, subrayaban las descargas con toda clase de expresiones obscenas. Pero Monseñor Carrillo, a pesar de su estado, sabía que aquel asedio no podía durar mucho tiempo. Así fue. El heroico pueblo de Caracas, con piedras y botellas descongestionó el sector a la mañana siguiente. Horas después, el párroco experimentó una inmensa sensación de alivio. La misma sensación de alivio que experimentó Venezuela. Era la madrugada del 23 de Enero. El régimen había sido derrocado.

Gabriel García Márquez escribió la crónica de la cual he tomado este extracto. La tituló el Clero en la lucha. Lo contado lo cuenta, con la propiedad del testigo que fue, cuando residió ilegalmente en Caracas entre los años 1957 y 1958. Junto con otros excelentes artículos se armó un compendio que publicó bajo el título. “Cuando era feliz e indocumentado.” Yo guardo mi ejemplar como un tesoro, porque los artículos son tan específicos, que tan sólo tiene significado histórico para una generación, que ya casi ha perdido las ganas de leer. Lo reproduzco hoy, tal vez con la misma ilegalidad de antaño del Gabo, y sólo como una reflexión restrospectiva, de una realidad cotidiana, en la cual, cambiando apropiadamente el perfil de las víctimas, los métodos siguen siendo aterradoramente similares. Algo básico se ha dejado de aprender.

Las putas de pueblo

En las grandes ciudades hasta las putas terminan siendo un problema. En los pueblos en cambio, las putas – que no la prostitución – son “aceptadas” cual otros males necesarios, como la iglesia, los políticos, el matrimonio o el adulterio. Pero en la gran ciudad todo se desmadra y lo que en un pueblo es una profesión que sigue una tendencia estadística casi ancestral, como el porcentaje de corruptos, de homosexuales, mojas, choferes o maestros; se transforma en la ciudad en el infierno aterrador de la trata de blancas.

En Europa por ejemplo, casi el setenta por ciento de las prostitutas son extranjeras indocumentadas, traficadas por bandas organizadas que las someten a explotación sexual. De hecho, no me gusta llamarlas prostitutas, porque en realidad son esclavas sexuales que generan para las mafias cerca de 100.000 millones de euros anuales. Un alto porcentaje de ellas, son capturadas en países pobres y obligadas a prostituirse bajo amenaza de muerte, propia o de sus familias. En España, de ese 70%, treinta y siete de cada cien son subsaharianas, un veintidós por ciento latinoamericanas y el resto de Europa del este. Eso ya no es un fusible social a las presiones de la carne, como solía decir un profesor amigo, sino un horrendo escenario de aniquilación humana.

Las putas de pueblo también eran indocumentadas, pero bastaba mirarle a los ojos para identificarles. Incluso me atrevería a decir que socialmente se les tenía en alta estima, aunque bajo el silencio al que invitan las buenas costumbres. Tarde o temprano, ante la falta de primas alegres, las familias recurrían a ellas para encomendar la iniciación carnal de los varones, que con mayor o menor suerte, se quitaban de encima la etiqueta social de la indefinición. En la dual simplicidad del pensamiento tribal se solía dicir: en la familía habrá locos, pero maricos no.

Aunque casi todas no fuesen más que damnificadas de la vida, se agenciaban un ambiente asociado a la alegría. Este contrastaba con las tristes historias que contaban a sus clientes-confidentes, cada vez con nuevos matices, y ante una botella de ron, que jamás probaban. Particularmente me inclino más a pensar que se contaban sus propias vidas a sí mismas, e iban cambiando los culpables y los odios, a medida que el tiempo se encargaba de borrar los recuerdos de su piel.

Era curioso, pero muchos prostíbulos eran regentados por mujeres, casadas y señoras de su casa, que ofrecían a la propia sociedad los mecanismos de control que protegían la salud y la moral del pueblo. Las putas eran pocas, conocidas y “ejercían” la profesión con unos rasgos muy caribes: Puta se llamaba sólo a las freelance, las otras eran “las muchachas”, que ejercían cada una en su pieza-casa. Detrás de cada puerta, la cruz de palma bendita, el cuadro de la mano poderosa (ver la imagen que acompaña esta nota) y el certificado de salud.

La jerarquía entre ellas, como en cualquier poder moderno, se fraguaba a base de rumores y mentiras, que terminaban minando por igual la curiosidad de imberbes inexpertos y adultos incautos. En mi pueblo por ejemplo, había una próspera hacendada, de origen chino, dueña además de un restaurante y un almacén. Todos cuentan que su fortuna la hizo cuando siendo una joven y exótica meretriz, puso a circular la tentadora especie, de que las chinas tenía sus partes íntimas de forma tan horizontal como sus ojos.