Según Naciones Unidas, el negocio del tráfico ilegal de seres humanos mueve anualmente diez mil millones de dólares, sólo por detrás del narcotráfico y el tráfico de armas. Está liderado por organizaciones delictivas que cobran un hipotálamo, a cambio de transportar, temerariamente, hasta las costas europeas, por ejemplo, a miles y miles de desesperados de Asia, Europa Oriental y África. Sólo en las costas españolas han muerto durante el último año, doscientos treinta y cuatro inmigrantes, y en Italia, el estrecho de Sicilia se ha cobrado la vida de doscientos cuarenta y nueve. (de los 17.688 y 10.767 respectivamente, que llegaron ilegalmente por mar en dos mil tres) Como decía Esteban Israel en un artículo para Radio Nederland: Se trata de personas sin nombre, traficadas en barcos sin bandera y sepultadas sin ceremonias en tumbas sin flores.
Los países-puerta de la Unión Europea, España e Italia, han ajustado frecuentemente sus leyes migratorias, para tratar de atajar el incontenible flujo por mar de desesperados, haciéndolas cada vez más estrictas, de forma de combatir, entre otras cosas, lo que eufemísticamente se llama el “efecto llamada”.
Este efecto surge, a partir de la tendencia histórica del inmigrante a maquillar su realidad cuando la cuenta a los suyos, de manera de evitar admitir sus desventuras. O tal vez, porque asume con excesiva tolerancia, los sufrimientos que en su propio país le resultarían inadmisibles, como vía para evitar traicionar sus propias expectativas.
Hay un merengue venezolano, escrito por Luis Fragachán y ambientado en los años veinte, en el cual un decepcionado aventurero reniega de su propio “El Dorado”, Nueva York, quejándose de la ley seca y la falta de berro. En uno de sus versos define eso del efecto llamada, cuando dice:
Todo el que va a Nueva York, se vuelve muy embustero,
que si allí lavaba platos, dice aquí que era un platero.
(comerciante de la plata)
En esos términos, el efecto llamada es muy difícil de combatir, porque la ingenuidad de muchas tragedias humanas, mueve a las víctimas a necesitar asirse a alguna esperanza, frecuentemente utópica y quemérica. Y eso lo saben muy bien los sepultureros del mar, ya que es el argumento de su negocio, el «Vente a Alemania, Pepe» de África.
No soy un experto en política migratoria, no opino con criterio calificado, pero creo que igualmente, se debería prestar atención al efecto subyacente, el que empuja a los desesperados. A mi parecer, detrás de cada víctima, además de un efecto llamada, hay un efecto huida. La huida de una realidad violenta, en la cual soportan olvidados, el peso de una dignidad en mínimos y un futuro que no vale la pena esperar.