Por razones que no vienen al caso, suelo ir a misa. Trato de sentarme siempre entre la segunda y tercera fila, tal vez como un reflejo de la escuela, donde nos asignaban el mismo pupitre para todo el año (por lo que el ritual de la atención se llevaba a cabo siempre desde la misma perspectiva). A la citada misa, también suele ir con su familia, un niño de unos 7 años. Se sientan, invariablemente en la primera fila.
Como se sabe, el ritual católico trata también de mantener la forma física de sus fieles, lo cual se logra con una rutina conocida de ponerse en pié, sentarse, arrodillarse y vuelta a empezar.
Hasta aquí todo normal, si no fuese porque de casualidad he notado, a lo largo de los meses, que el niño en cuestión, como si de una competencia se tratase, está expectante a los momentos que tácitamente marcan la pauta de los ejercicios y, siempre que hay que ponerse en pié, se adelanta un poquito en hacerlo, se posa sobre la tablita del banco que sirve para arrodillarse (con lo cual gana en altura), y luego mira hacia atrás y sonríe. Está claro que el chico está practicando un juego y hoy descubrí cual era: Llegué tarde y me tocó sentarse en un extremo del banco, en un ángulo desde el cual pude leer sus labios justo después de la sonrisa, cuando susurró para si: !La olaaa!
Claro, las trescientas personas que hay en la iglesia, no están sincronizadas y la gente se levanta a distintos tiempos y los de adelante son los que marcan la pauta para los que se van quedando dormidos en la parte de atrás. Y allí está, la ola humana que nuestro niño disfruta. (y ahora yo también.)
Creo que el mayor daño que los radicales libres causan a nuestro cuerpo, no es el envejecimiento celular, sino probablemente algún efecto colateral, no descubierto aún por la ciencia, que hace que perdamos la capacidad de encontrar placer en las cosas sencillas, en las que tenemos más a mano. Creo que esto no es una capacidad exclusiva de la inocencia infantil, estoy convencido que las personas que viven vidas más o menos a gusto consigo mismas, lo hacen porque mantienen y cultivan la capacidad de imaginar y disfrutar de lo que hay, aun por encima de las implacables pruebas que experimentamos en el día á día.
Creo que haciendo un esfuerzo por recordar como un paño rojo en la espalda era suficiente para sentirnos superman, podemos rescatar un poco esta buena costumbre y refinarla con la ventaja de la experiencia… al mejor estilo de los cineastas europeos, esos que desentierran escenas cotidianas y las convierten en arte.