La cláusula de la sonrisa

Mauricio es un chico normal, pero muy tímido, y lleva una semana sumido en la angustia. La chica más guapa del mundo le llama por su nombre, se saluda cuando le ve, le desea buen día y le sonríe con todos los dientes. Me dice que no había visto nada igual, salvo en las pelis, y que esas siempre terminan en boda. Mauricio se ha hecho ilusiones, de las sinceras, porque es un buen chico. Me dice que le ayude, que no sabe cómo entrarle a una chica de la ciudad, tan sofisticada, con tantos dientes perfectos, con tanto pelo brillante. Me cuesta verle así, pero lo entiendo. Viene de un pueblo digno, pero pequeño, de esos que envejecen a la velocidad que les puede imprimir el abuelo más optimista y donde Mauricio ostentó, durante más de 18 años, el calamitoso honor de haber sido el último en nacer… y contando. Su condición también le ha negado el privilegio del mal de amores a una edad prudente. Le he dicho la verdad hace una media hora y aquí lo tengo, de despecho, en la barra, como en las pelis. ¡Parecía tan real!, me gime. Es dependienta en una cafetería Mauricio, le dije con el mayor tacto posible, y cumple con una cláusula que le obliga a sonreír y ser amable. Es como las modelos pero al revés, porque a esas se lo prohíben… que como sonrían, malo, tan malo como que engorden. Mauricio lo entiende al vuelo; ser de pueblo no le quita lo Millennial, pero se había hecho ilusiones el pobre.

 

Computer science for managers

apple-librosAbrí el correo a primera hora de un martes y… mal empezamos, pensé. En la radio habían dicho por la mañana que nos preparásemos para una ola de calor, una de las gordas, con ese efecto pegajoso que sólo se consigue al caminar en pleno julio sobre el asfalto de Madrid.  Para completar el dramatismo, aquella antigua empresa a donde me había llevado la fortuna me informaba que estaba apuntado a un sospechoso curso de formación «para el éxito» titulado: Finanzas para no financieros. Estábamos en el apogeo de los noventa, con Clinton y Mónica a la cabeza, la economía con viento a favor y las empresas con ganas de ser pretenciosas. Yo había pasado por situaciones similares con títulos como esos. Recordé en ese momento una asignatura con tufo despectivo de cuando hice la carrera, se llamaba Contabilidad para Ingenieros. También recuerdo ahora otra que, aunque no lo parecía, escondía mucho sarcasmo en el temario y respondía al nombre de Legislación y ética. Todas se impartía con ese aire compasivo de que quien cree estar civilizando al buen salvaje y haciéndolo por su bien, como si fueran el rey Leopoldo II de Bélgica.

Mira que no es cosa del otro mundo aprender a leer un Balance, una cuenta de resultados, saber lo que es el EBIT, el ratio de endeudamiento, etc. De hecho son cosas que los jóvenes deberían aprender en el bachillerato, de donde lamentablemente salen como analfabetas económicos y sin siquiera tener claro cosas tan básicas como el TAE; unas siglas con las que terminaran topándose irremediablemente en sus vidas. A pesar de aquel calor, asumí el curso con tranquilidad, porque el saber no ocupa lugar y siempre es algo positivo conocer algunos conceptos clave en el diálogo con gente que no habla tu idioma. Pero desde entonces me he quedado con la espinita… ¿Y por qué los managers no aprenden algunas cositas básicas de la naturaleza del software, por ejemplo? ¿Aunque sea por culturilla? Creo que eso ayudaría mucho a que todos fuésemos más felices, a mantener conversaciones racionales y sobre todo, a hacer más rentables a las empresas que dirigen. Muchas veces los ingenieros nos sentimos como turista con exiguo inglés en el metro Londres: que poco esfuerzo hace el anglicanos medio por entender al católico… es desesperante. Los managers sin formación técnica están convencidos de que no necesitan saber nada sobre tecnología, y cuando les intentas convencer, vuelven a sacar de la manga la exitosa gesta de Lou Gerstner, un vendedor de galletas que sacó a IBM del foso de los ocho mil millones de pérdidas en 1993 sin tener ni idea de lo que era un Byte.

Creo que todo llegará. Creo que hay un momento en el que la realidad empezará a pasar la factura de la ignorancia y que las nuevas generaciones de gestores empresariales se verán obligados a entender con respeto las consecuencias que para el negocio pueden tener decisiones basadas en el desprecio a lo que desconocen. Es probable que la excusa del «error informático» dejará de funcionar y no sirva en adelante para ocultar  las responsabilidades de muchas vacaciones frustradas por reservas que se pierden o de cargos duplicados en las tarjetas de crédito. Espero también que se enseñe, en una hipotética asignatura de Historia de las tragedias tecnológicas, por ejemplo, que el Challenger o el Arian V no explotaron sin que hubiera, al menos, un incomprendido ingeniero desgañitándose por advertir que, en aquéllas condiciones, esos ingenios no debieron haber  continuado, irresponsablemente, con el procedimiento de despegue, sin que nadie le hiciera ni… caso.

En fin. Lo que nos ahorraremos cuando en las escuelas de negocios también se enseñe algo de Computer science for managers.

[Domingo de Reposición] V

Publicado originalmente el 28 de Noviembre de 2005

Estados Unidos está en Caracas

Solía pasar justo en las escenas más emocionantes de las películas, en los partidos de Béisbol con tres en base y en las inmediaciones de nuestro programa preferido. El aparato de televisión perdía la señal, comenzaba a mostrar lluvia y a deformar la cara de los seres pequeñitos que vivían en su interior. En lugar de drenar la frustración colectiva con lamentos, en el salón se hacía un silencio áspero y expectante, en espera de la intervención de mi Abuelo que, de forma perentoria, ordenaría que uno de mis tíos cumpliera con la importante misión de salir al patio a mover la antena.

Para mí mente infantil era todo un espectáculo. En ese momento todos los espectadores nos convertíamos en catadores de señal televisiva y como agentes de parqué bursátil, indicábamos a grito en voz esas precisas instrucciones de ajuste: “un poquito más”, “pal otro lao”, ahí, ahí… hasta mejorar la señal o escuchar que mi Abuelo, analfabeta pero muy sabio, sentenciara: Déjalo carajo… que eso es allá. Obviamente, hacía referencia a que el fallo no estaba en la antena sino en el origen de la señal.

La imprecisión fascinante de aquel allá me carcomía de curiosidad, hasta que un día no pude más y fui directo a la fuente para develar el misterio. Abuelo, humildemente pregunté. ¿y dónde queda allá? Sin mirarme, como suelen hacer los abuelos para marcar la distancia de la sabiduría, respondió: Allá está en Caracas. Como me quedé más o menos igual, agregué: ¿Y qué es Caracas?  Mi abuelo puso su gesto de desesperación —porque no le había quedado mucha paciencia para nietos después de trece hijos— y  tratándome con diminutivo cariñoso me hizo saber que esa sería la última respuesta: Caracas es donde está todo.

Mi Abuelo no supo lo que hizo. De allí en adelante Caracas se convirtió en mi obsesión. Quería viajar al sitio donde estaba todo, conocer dónde era allá. Allí podría ver y tocar el todo. Lo primero que haría al llegar sería buscar al General Lee, aquel Dodge fabuloso de los Duques del Peligro, luego saldría a dar un paseo por alguna plaza céntrica por si había suerte y lograba toparme con la señora Samantha Stephens, mi Amor platónico hasta la pubertad. La vería de lejos, eso sí, ya entonces era consciente de mis limitaciones.

Mis tíos se burlaban tiernamente, e insistían en que estos personajes de ficción —otra extraña palabra— no vivían en Caracas sino en Estados Unidos; a lo que yo replicaba, sintiéndome poseedor de una lógica aplastante, que no importaba, porque Estados Unidos también estaba en Caracas, porque allí estaba todo, que lo decía mi abuelo, su padre.

Lo recordaba esta mañana por casualidad, cuando salía del metro. Me venía preguntando cuál había sido mi primer contacto con la globalización*; con esa sensación de cercanía e influencia en mi cotidianidad de cosas, costumbres y personas que no habían sido tradicionalmente mías. Que incluso me desconocían y que no se paraban a preguntar si calarían en mi forma de vivir y pensar, porque simplemente lo daban por sentado, así piensa el negocio del espectáculo.

Y es que la globalización entra por los ojos a lomos de la ficción. Sólo así se explica que me sienta cómodo viendo cómo se resuelven crímenes horrendos en ciudades donde nunca he estado, o cómo un nuevo producto puede llegar a mi mesa como un viejo conocido aunque no lo haya probado nunca porque seguramente ya lo habría visto en la mesa de algún personaje de ficción.


*El mundo ha sido global varias veces en su historia, sin embargo, ahora lo es más rápidamente que nunca. Ya con más edad la edad, creo que puedo responderme a aquélla pregunta, pues estoy convencido que mi primer contacto con la globalización fue el hecho mismo de haberme criado en una frontera.