Disturbarse nunca le resultó un acto de intimidad, a lo sumo, un placer reservado. Tenía la convicción de que su ángel de la guarda era aún inexperto, se tomaba muy a pecho aquello de ser su sombra y no le abandonaba ni para fantasear. Se acostumbró al recatado ritual de meterse en la cama a oscuras después de Completas, arriar los ojos y darse la vuelta con el movimiento armónico de llevarse la manta al cuello y erigir su mano izquierda como símbolo de libertad. Prefería apaciguarse de costado, mirando hacia la pared y usar su espalda acaracolada como refugio. A su remordimiento, distraído, sólo le quedaba la opción del estupor, ese elemento necesario para aprender el arte de escuchar cómo gime el silencio.
Zona de confort
Si tuviésemos tiempo para meditar un rato al día, al menos durante el periodo en el que se entibia un café, podríamos estar alerta a un síntoma intelectual que puede convertirse en el enemigo que todos llevamos dentro: la aparición de la zona de confort. Es decir, aquella parcela emocional en la que dejamos de tomar riesgos, solemos postergar decisiones y adecentamos nuestros miedos, mientras el mundo sigue su propio curso y nosotros con él en aparente armonía.
No leemos a un nuevo autor no vaya a ser que nos tumbe del altar a los ya conocidos y con los que solemos, por hábito, estar de acuerdo. Tampoco damos cabida a cantantes contemporáneos, por si hacemos el ridículo como cucaracha en baile de gallina en sus conciertos y mucho menos a seguir una serie de zombis porque, en el fondo, está mal visto seguir admitiendo que nos asustamos en la oscuridad.
La zona de confort es para un ratito. Para descansar de la vorágine, porque en realidad, es el opuesto a la estabilidad que aparenta proporcionar. Cogerle cariño es caer en el peligroso juego de amancebarse con el presente.
Amanecí con el halo moralizante de un pastor de Kentucky.
El pragmatismo de la evaluación.
Los exámenes son un mal logístico y un medio muy ineficiente para evaluar conocimiento. No lo digo como experto, sino como doliente, ya que me he sometido, como muchos, a cientos de ellos a lo largo de los años.
La forma de evaluar más extendida es la de hacer preguntas sobre el contenido de los temas que se han enseñado con el objetivo de verificar si éstos se han aprendido. Pero la parte descuidada del asunto está relacionada con el qué y el cómo se plantean las preguntas y cuál es el objeto de la evaluación. Es decir, no evalúan el binomio enseñanza-aprendizaje, simplemente se intenta verificar el aprendizaje. Para completar el despropósito se trata de aplicar la misma aproximación al evaluar conocimientos fundamentales (los que permiten adquirir otros conocimientos) que al hacerlo con aquéllos que se basan en la asociación de ideas e interpretación; lo que lleva a que se pregunte de la misma forma cuando se quieren evaluar conocimientos matemáticos o de física clásica que en el caso de la historia o la sociología.
También resulta perturbador que al estar planteados como fines y no como medios, los estudiantes terminen equiparando estudiar con superar exámenes, desvirtuando así el proceso de aprender. En conclusión, al intentar evaluar aprendizaje las pruebas terminan simplemente verificando el recuerdo, especialmente el de corto plazo.
Siempre he pensado que los exámenes son como son por la propia naturaleza masificada de los sistemas educativos, que además de enseñar de forma estándar – independientemente de las particularidades de aprendizaje de las personas – también evalúan de forma estándar como si la demostración de conocimiento fuese también una cuestión homogénea en todos los seres humanos. Es una hipótesis perversa que fuerza en el experimento sus resultados: Si digo que aprender historia es repetir fechas y las pregunto y me las responden, confirmo mi hipótesis, pero nada más lejos de aprender historia que memorizar fechas.
En la Edad Media, la demostración del aprovechamiento que de un maestro carpintero hacía un aprendiz era hacer una silla por si mismo y mucho del mérito que luego tendría como autónomo se lo daría precisamente quién había sido su maestro. Obviamente es una aproximación que no escala en la sociedad actual, pero lo que no cambia es la responsabilidad del maestro en evaluar con corrección y con sentido de utilidad. Se podría comenzar por jubilar los cuestionarios decimonónicos y optar por exámenes de conocimiento aplicado, de presentación oral y de aplicación continuada. También por separar la forma de evaluar los conocimientos básicos imprescindibles (más objetivos) de las áreas avanzadas (mas creativos).
No se trata de claudicar en la verificación el aprendizaje. Si el sistema educativo forma médicos o ingenieros, quiero que sepan dónde están los huesos y la segunda ley de la termodinámica, pero también que sepan usar todo lo que «saben» para hacer un buen diagnóstico clínico o evitar que un puente no se les caiga.
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