La satisfacción de un trabajo mal hecho.

Una de Perogrullo: Una característica común a todos los países avanzados tecnológicamente es la de invertir mucho (dinero) en investigación científica. Algunos incluso lo hacen aplicando la fuerza bruta, financiando todo lo que surja, sin evaluar mucho su utilidad, seguramente con la intención de mantener vivo el espíritu innovador, o pensando en que si abren muchas líneas de investigación, alguna resultará útil. Los Premios Ig Nobel son un divertido ejemplo de ello.

Como sé que en España no lo voy a conseguir y ciertamente tengo poco tiempo para encargarme yo mismo del asunto, quisiera proponer que algún científico del primer mundo se haga cargo de una investigación para intentar demostrar que el trabajo mal hecho activa alguna región de hipotálamo relacionada con el placer.

No sé si significaría un salto en la ciencia del comportamiento humano, pero a mi me dejaría tranquilo si lograra explicar porqué hay gente que, a pesar de hacer terriblemente mal su trabajo, es capaz se ganarse la vida con ello y dormir en paz. (Y sobre todo, si son consciente de ello.)

Si. Me refiero a esos mecánicos que empeoran los síntomas de tu coche, del albañil que tiene el sentido común en el culo o el programador informático (generalizaré) incapaz de notar que las aplicaciones que publica para solucionar problemas, no hacen más que crearlos.

En España, la palabra chapuza sirve para designar el producto del sudor de la frente de gente como ésta. Es un problema endémico que retraza el desarrollo del país y que sólo solucionaremos cuando contemos con un sistema judicial robusto y eficiente. Quiero decir, lo suficientemente temible como para que alguien que demande por haber sido victima de un chapucero, gane.

Ergo, antes de invertir en I+D+i, los planificadores de mi país (confío en que existen) deberían invertir en modernizar la justicia. Sin ello, cualquier descubrimiento jamás se convertirá en avance.

Timba a las 7 y media

Si quiere saber si realmente domina usted un idioma, pregúntese si satisface las siguientes condiciones: 1) Es capaz de seducir con ella y 2) puede reírse con los chistes de un humoristas autóctono.

Después de diez años hablando en Español cada día, pensaba – ingenuo de mi – que lo tenía controlado, hasta que la semana pasada me encontré sentado en un teatro como gallina mirando sal, mientras el resto de la audiencia se meaba literalmente de la risa. Los actores de la obra a la que asistíamos acababan de hacer un juego de palabras de los más ingenioso, pero como yo no sabía lo que era una timba, ni conocía el juego de cartas siete y medio, me limité a esperar que mi mujer terminara de reír para pedirle, con esa tosesita que intenta ahogar la ignorancia, que me explicara el chiste; cosa tonta, porque como todo el mundo sabe, no hay nada con tan poca gracia como un chiste explicado.

A veces pienso que uno no aprende un idioma, sino que lo usa como medio para aprender una cultura, o al menos, eso es lo que me pasa. Hablar bien una segunda lengua (a veces también la primera) es un efecto colateral de haber asimilado una cultura y de entender como ésta interpreta y manipula su realidad a través del idioma. Es probable que sea esa la razón por al cual se aprende mejor una lengua cuando más joven se es: no has creado aún suficientes prejuicios que funjan de obstáculos para entender la realidad del otro y hacerla tuya.

Mientras tanto, seguiré pidiéndole a mi mujer que me sirva de intérprete.

Ecolalia Inversa.

En el pueblo de mi madre vive un curioso personaje al que todo el mundo llama Chiborrito. Tiene aspecto de perro inofensivo, responde a un talante solidario y tiene fama de lograr una extraña empatía con la gente. Sin embargo, su signo distintivo salta a la vista con sólo mantener una breve y trivial conversación con él. Pongamos que hablamos del tiempo:

– ¡Qué calor hace Chiborrito!
– Si, calor, pues… hace.
– Yo así no salgo de viaje.
– No, así no, de viaje, no.
– ¿Y vos pa’onde vais a estas horas?
– A estas horas, yo, poray pues, voy.

Así os podéis imaginar el resto. Chiborrito repite de forma inversa en sus respuestas las palabras que su interlocutor ha usado con anterioridad. Entiende lo que se le pregunta y aunque pueda pasar por tonto, no lo es. El resto de sus comportamiento son normales y lleva una vida normal ganándose la vida con trabajos ocasionales.

Inquietado un poco e intentado indagar más allá de la anécdota, creo haber dado con lo que podría padecer. Sin la intención de hacer diagnóstico – que no soy quien- sus características parecen coincidir con algo que los médicos llaman Ecolalia: una perturbación del lenguaje en la que el sujeto repite involuntariamente una palabra o frase que acaba de pronunciar otra persona en su presencia, a modo de eco. En el caso de Chiborrito, la repetición se realiza en orden inverso e intercalado dentro de sus propias respuestas, por lo que la he adjetivado como inversa.

Como hago dos horas diarias de coche en solitarios para ir e volver del trabajo, tengo tiempo para elucubrar un poco (o escuchar la radio) y he imaginado, que tal vez, esta perturbación ponga de manifiesto lo que realmente sucede en el cerebro. Digamos que todos de alguna forma sufrimos de ecolalia, sólo que el eco se emite dentro del cerebro, como una forma de buscar dentro de un enorme índice, las referencias contextuales para poder mantener una conversación con nuestro interlocutor. Algo así como cuando uno se repite frenéticamente una palabra que conoce pero de la cual ha olvidado momentáneamente su significado. O un nombre, al cuál no logras ponerle cara mientras repites las pistas que te van dando.

– ¿Te acuerdas de Paco?
– ¿Paco?
– Si, el primo que conocimos en la fiesta de Lola
– Paco… fiesta… si me suena pero no me acuerdo.
– Uno alto, de barba.
– Paco, Paco, Paco… eh…¿alto con barba? ¡Ah! Sí, el que contaba los chistes de gallegos…
– Ese mismo, el de los chistes de gallegos.