Pequeñas Tragedias Veraniegas IX

Dormir con calor fue uno de los primeros ejercicios de adaptación al ambiente que permitieron al hombre conquistar el planeta. Una cosa es que nos hayamos adaptado y otra muy distinta que haya sido de nuestro agrado. Porque intentar conciliar el sueño sobre los treinta grados deviene rápidamente en la pequeña tragedia del insomnio veraniego. En el invierno, pues te levantas, coges un libro o enciendes la tele. Pero en pleno verano, no tienes ánimo ni para darte la vuelta en la cama, ni tan siquiera para abrir los ojos y te ves obligado a ver con la mente, con la consecuente aparición de la alucinación insomne, sobre la cual hablaremos otro día.

El otro problema del verano son los perros insomnes. Nunca fallan. Justo cuando se abre una ventana de agotamiento, que tal vez te permitiría caer en fase REM, comienzan un concierto de ladridos en cadena que terminan por complicar aún más situación. Resulta curioso, porque tu sales a la calle una tarde cualquiera y no tienes la sensación de que haya tantos perros en tu vecindario. Además, como no puedes abrir los ojos, te obligas a maldecirlos con la mente, lo cual requiere concentración y evita que te duermas.

Finalmente, cuando ya cerca del alba, exhausto y resignado logras coger un poquito de sueño, cuando crees que ya nada más puede pasar, entonces, los pajaritos comienzan a cantar. Con frío, en plena primavera, vale. Pero en verano, el hermoso canto del amanecer es una verdadera calamidad. A mi se me antoja un error de diseño por parte de Dios: En verano los pájaros deberían estar invernando.

Tengo sueño.

Libros de invierno para el verano

Buscar lectura que soporte el calor es una tradición para muchas personas por estas latitudes. Cada verano trato de armarme con uno o dos libros de esos que se leen boca arriba, para los que no hace falta seguir una trama y que se puede soltar y remotar con la misma facilidad con la que se sorbe un daiquiri.

Para aquellos lectores con gustos similares a los míos, recomiendo dos ejemplares que reunen dichas caractaristicas.

El primero, Las cien mejores anécdotas de la segunda guerra mundial, de Jesús Hernández. Un ameno recopilatorio de pequeñas historias, muchas de ellas curiosas, que tuvieron como marco aquellos años en los cuales lo globalización se expresaba a través de las balas.

Seguidamente, o en el orden que quieran, De los números y su historia de Issac Asimov. A mi no me gusta Asimov como narrador de Ciencia-Ficción, pero como articulista y ensayista me hipnotiza. Este ejemplar está lleno de citas a pie de página que amplían la explicación original, referencias con otros episodios históricos, vamos, la mar de entretenido, claro, con la salvedad de que estamos hablando de Matemáticas y un redactor muy peculiar.

Les dejo un aperitivo:

Como todos, también yo busco el amparo y el apoyo de muchos mitos estimulantes. Uno de estos artículos de fe por el cual siento especial predilección consiste en afirmar que no se puede oponer ningún argumento en contra del sistema métrico decimal, y que las unidades que se usan comúnmente en los Estados Unidos constituyen un conjunto indefendible de tonterías que conservamos solamente por una especie de obstinación insensata.
Imagínense entonces la preocupación que me asaltó cuando hace poco me topé con una carta de un caballero inglés que denunciaba amargamente al sistema métrico como artificial, estéril y desconectado de las necesidades humanas. Por ejemplo, decía (y no lo cito textualmente) que si uno desea tomar una cerveza, la medida adecuada es la pinta. Un litro de cerveza es demasiado y medio litro es demasiado poco, pero una pinta, eso sí es lo justo.
Por lo que yo puedo decirles, el provincialismo de este caballero era sincero, hasta el punto de llegar a creer que aquello a lo que uno está acostumbrado tiene la fuerza de una ley natural. Me recuerda a aquella inglesa devota que se oponía firmemente a la enseñanza de todo idioma extranjero, levantando su Biblia y diciendo: «Si el idioma inglés les sirvió al profeta Isaías y a San Pablo Apóstol también me ha de servir a mí».

Cuando encuentre los de éste verano, ya les contaré.

Redundancia.

En la facultad de podología donde cursé mis estudios, asistí a una asignatura llamada Teoría de la Información. Era fundamental para mi carrera pero disfrutaba más reflexionando sobre ella que asistiendo a las clases. Sobre todo cuando los profesores no estaban a la altura de los contenidos. Me pasaba lo mismo con Investigación de Operaciones.

Según la incomprendida Wikipedia, la Teoría de la información es una rama de la teoría matemática de la probabilidad y la estadística que estudia la información y todo lo relacionado con ella: canales, compresión de datos, criptografía y temas relacionados. (aquí el lector se aburrirá y se irá a otra parte)

De los muchos conceptos tratados, había uno que siempre me resultaba enigmático: La redundancia. Desde el punto de vista teórico (continúo citando a Wikipedia, que para eso está) la redundancia es un factor de la comunicación que consiste en intensificar y repetir la información contenida en el mensaje a fin de que otro factor de la comunicación denominado ruido no provoque una pérdida fundamental de información. Vamos, se entiende. Repite para que quede claro. En la práctica se plasma con cosas tan triviales como tocar una puerta: Normalmente se toca tres veces con los nudillos para evitar que se confunda con otro sonido y se pierda el mensaje (en este caso cifrado) de que hay alguien en la puerta.

La cosa está en que después de muchos años de ejercicio profesional y de empeñarme en usar la redundancia para hacerme entender, he llegado a la conclusión de que sirve de poco para evitar una pérdida de información. De hecho, creo que más bien la propicia.

Ocurre especialmente en la cultura latina y el idioma castellano. Así las cosas, he podido comprobar que existe otro factor, no tratado por la teoría, que tal vez surta mejores efectos: La contundencia.

Es posible que te ganes la antipatía de muchos pero jamás te podrán argumentar con un pobre y chocante «¡ah! eso no fue lo que entendimos».

En conclusión: Gestionar las expectativas de la gente respecto a lo que va a obtener producto de tu trabajo, es más una labor de decirle lo que no va a obtener, que explayarte en una detallada lista de lo que va a ser el resultado de tu esfuerzo.