Mató a su mujer, la troceó con naturalidad de carnicero y la metió en una maleta que enterró cerca de su casa; en un descampado que parecía ser el inicio de las obras de una nueva carretera que circunvalaría la ciudad. Durante cuarenta años mantuvo ante sus vecinos la versión de que había sido abandonado, lo que también le permitió mantener su reputación intacta y contar con la condescendencia de la mayoría, a excepción de algunas señoras de época que no dejaban de pensar que, si un hombre era abandonado, algo habría hecho.
Una semana después viajó a Canarias y con autorización falsificada, inscribió a su mujer en el padrón de un pueblo recóndito de la montaña, tan olvidado que ya sus habitantes no consideraban el abandono un agravio. Se pasó la mañana buscando una dirección falsa pero convincente, hasta que dio con la de una casa destartalada a las faldas de un cerro, que parecía haber sufrido el mismo destino del pueblo: Calle la Rúa, S/N.
De regreso a la pensión donde se hospedaba, se detuvo en un estanco, compró unos paquetes de Winston, una boquilla, folios sueltos y algunos sellos de correo. Esa tarde no comió. Al despertar de una siesta incómoda, bajó al puerto y le compró a un estraperlista holandés una máquina de escribir Remington Portable, de teclas blancas y profundas, maletín de transporte y ausencia de eñe. Si es para cartas de amor, no sirve, le dijo en un español atropellado, no sabéis escribirlas sin eñe.
Acomodó la Remington en una mesita desconchada, de esas que hay en cualquier pensión que se precie, y en un gesto premeditado usó el catre como silla, para quedarse en una posición propicia al victimismo. La encabezó con fecha real y el mismo desprecio y parquedad expresiva que emanaba cuando vivía con ella: Martín, ésto ha sido lo mejor para los dos. No tenía estómago para seguir a tu lado queriendo a otro hombre. Eso hubiese sido estragarnos la vida a ambos. Has sido un marido ejemplar, amante y bondadoso y te doy las gracias por los años maravillosos que he pasado a tu lado. No me busques. He comenzado una nueva vida. Por siembre agradecida, Noelia. Fue poniendo los acentos a lápiz y cerrando las barrigas de las des – desgastadas por el uso enfático que los nórdicos dan a esa letra – y se tomó el tiempo para asegurarse la correcta transcripción de su dirección. La dejó caer sin culpas en el buzón del embarcadero, ya de regreso a Madrid.
Como quien compra indulgencias, viajó todos los veranos a Canarias para escribirse cartas-coartada, que sólo mostró a los más íntimos en las postrimerías de alguna sesión de güisquis.
Sus años de jubilado los ha pasado entre paseos vespertinos y una meteórica carrera dentro del movimiento ecologista, encabezando manifestaciones y oponiéndose con firmeza a los atropellos ambientales que experimenta su ciudad. Para sus seguidores, era un convencido de que no se debería facilitar el uso del coche con la construcción de nuevas y mejores vías, y que los atascos eran, a la postre, el mejor disuasivo para obligar a las personas a usar el transporte público, a todas luces, menos contaminante.
Ante la inminencia de la aprobación del proyecto al que con más fuerza se había opuesto, comenzó una huelga de hambre que lo llevó en cuestión de horas a la muerte, cayendo como un mártir, pero sin poder evitar su pesadilla: el desmantelamiento y soterramiento de la antigua vía que circunvalaba la ciudad y en la que meses después las excavadoras se toparían con ruinas románicas, restos de una muralla mora y una maleta de plástico austero que tenía grabada en una cara la inscripción: Paz a sus restos.