Lo tengo decidido.

Anoche, al terminar el partido entre España y Francia, sentí un cosquilleo helado más o menos a la altura de quinta vértebra dorsal. De repente y no sé a cuenta de qué, se me vino a la cabeza que para cuando se celebre el próximo mundial de fútbol, es probable que cuente ya con la fortuna de ser padre, y me encuentre inmerso en el comienzo de ese eterno proceso de educar a otro ser humano, sin tener idea de cómo.

Los hijos, sobre todo si son hijas – más inteligentes por naturaleza – comienzan a hacerte preguntas, no por curiosidad, como dicen los psicólogos infantiles, sino simplemente por hacerte un pulso. No es que me sienta especialmente preparado para contestar a todas sus preguntas, pero digamos que para las más fáciles y comunes, creo que no tendré mucho problema. No es una actitud prepotente, no me mal interpreten, sino que pienso que precisamente por ser comunes (esas preguntas que vienen genéticamente establecidas desde la concepción) deben aparecer ya las respuestas perfectamente ilustradas en google, en algún foro para padres. Son éstas, por ejemplo: De dónde vienen los niños, por qué mi hermanita no tiene pene, por qué si Dios es bueno, deja que pasen cosas malas, qué es puta o por qué no puedo decir coño, y así.

Pero las que realmente me producen culillo(1), son esas preguntas trascendentales que uno mismo se ha hecho alguna vez en la vida y para las que no ha encontrado una respuesta satisfactoria. Así que lo tengo decidido: Cuando dentro de cuatro años, en plena euforia por el mundial sudafricano, mi hija o hijo me pregunte sin mirarme a la cara, capciosamente, con desinterés fingido mientras desenvuelve un caramelo: ¿por qué la selección de su país nunca ha ganado un Mundial? responderé con calma y circunspecto: No lo sé cariño, pregúntale a tu madre.

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(1) culillo.
(Del dim. de culo).
1. m. Am. Cen., Col., Ecuad., P. Rico y Ven. miedo (ǁ perturbación angustiosa del ánimo). Dar, entrar, tener culillo.
2. m. Nic. Inquietud, preocupación.
3. m. Cuba. Prisa, impaciencia.
4. m. R. Dom. rabia (ǁ ira, enojo).

En la fotografía, Iker Casillas, portero de la selección española, al final del partido en el que España pierde ante Francia. Tomada de www.20minutos.es bajo licencia Creative Commons.

Notas Relacionadas:
De Fútbol

De la estimación y otros engaños.

El retraso es como Dios, está en todas partes. Y como a Dios, los humanos le ignoramos olímpicamente. En cualquier estimación, desde la más simple y cotidiana como el tiempo que nos tomará llegar al trabajo, realizar la compra o completar una gestión bancaria; hasta las más complejas obras de infraestructura o de desarrollo de tecnología punta, el desdén por el retraso es de antología. Casi ninguna actividad que el humano planifique contempla en las ecuaciones de estimación, la insalvable desviación al alza, producto de nuestra incapacidad para estimar tomando en cuenta los factores de retraso.

Lamentablemente, la estimación del tiempo de duración de una tarea realizada por humanos, parece no ser una disciplina científica. Y creo que por esta razón, no es un ejercicio de pulcra objetividad, sino que está regido, como muchos otros aspectos humanos, por las emociones.

No me refiero a la estimación capciosa o estimación de albañil, que a priori se conoce que es imprecisa y se utiliza para proporcionar un chute de esperanza a los sufridores contratantes, sino a la estimación que se cree factible desde su concepción y que, casi siempre, es producto del estado de ánimo de quien estima.

Después de varios años de intermitente pero concienzuda observación he llegado a la conclusión de que, si usted hoy amaneció con buen pié, cuenta con una actitud positiva y recién termina de leer los siete hábitos de la gente altamente eficaz, terminará estimando exactamente tan mal, como si no hubiese pegado ojo en todo la noche, después de que su pareja lo hubiese abandonado el día anterior, y al despertar no le quedara ropa interior limpia, ni café en el botecito.

En cualquiera de esas condiciones y en un amplio espectro intermedio, somos incapaces de tomar en cuenta los factores que amenazan el cumplimiento de los objetivos en tiempos económicamente razonables.

Lo curioso es que el retraso casi siempre es producto de un retroceso y no de un avance más lento de lo previsto. Cuando algo se retrasa, suele ser porque hay que rehacer un pilar importante de lo proyectado, asombrosamente uno que, en su esencia, era una amenaza en forma de retraso y que desestimamos inexplicablemente.

Así las cosas, estimar se parece enormemente a una expectativa afectiva. La estimación (optimista) se usa como un mecanismo de aceptación social y de autoengaño colectivo y tal vez por ello, penalizamos la objetividad en favor de la ilusión de que algo estará hecho en menos tiempo, aunque a la postre, terminemos sufriendo las mismas calamidades de quien padece la aventura vital, de emprender reformas en casa, cuya duración estimada, no se cree ni el albañil.

Mala Reputación

Escribir a mano se ha vuelto un anacronismo. Normal, la gente tampoco cree ya en la magia. Hace unos días, se encontraba este servidor realizando el análisis a mano alzada de un problema. Vamos, con lápiz y papel para aclararme el entendimiento. No es nada del otro mundo, es algo que hasta recomendaba, circunspecto como era él, el finado Señor Miyagi, en Kárate Kid: Cuando estés desguañingado, vuelve al origen, decía. Bueno, estaba yo haciendo mi análisis, cuando de repente, husmeando sigilosamente se me acercó un pseudo-sofisticado manager con cara de turista primermundista visitando Calcuta. ¡Haces eso a mano! (alargando las vocales para enfatizar asombro) ¿Por qué no usas el ordenador?

¡Ave María Purísima!, pensé. Yo no tengo nada en contra de escribir en un ordenador, lo hago todo el tiempo, pero también soy de la opinión que el descubrimiento de la verdad, la presencia divina, la revelación sorprendente, sólo surge, nace y aparece de la fricción del grafito o del esferógrafo con el papel. Pasé cuatro años de mi vida realizando planas de caligrafía, porque en mi época, sin tener “buena letra”, no podías hacer la primera comunión. Por eso me resultó triste que escribir a mano sea ahora causante de mala reputación.

Escribir a mano es para mi un acto de reafirmación. Si no fuese a mano, anotar el teléfono de la chica que te hace tilín no sería una manifestación de interés afectivo, sino un mero trámite administrativo. Si los teclados monopolizaran la expresión escrita, se extinguirían los garabatos, las a no tendrían rabitos, y la presión de los trazos ya no serviría para descubrir la tensión del momento.

Tampoco se podrían leer con melancolía las cartas de los amores imposibles de la adolescencia. Porque con el tiempo la memoria se atrofia, y para evocar se ayuda poniéndole rostro a los trazos ortopédicos e imberbes de unas cartas plagadas de “palabras de amor sencillas y tiernas.” . La escritura a mano, es un retrato sin rostro en el que resultamos claramente reconocibles para casi todos lo que nos han leído alguna vez.

Pero los que más deberían preocuparse si la escritura a mano entra en desuso son, sin lugar a duda, los farmacéuticos. Porque a juzgar por una viejita de mí pueblo, estos señores tenían mucho mérito, por pasarse cinco años en una universidad sólo para aprender a descifrar la letra de los médicos (o facultos como les solía llamar).