Un lujo al alcance de todos.

El logro más grande de la fotografía, fue democratizar una de las habilidades humanas históricamente reservada para los ricos y poderosos: posar.

En los inicios de la popularización de la fotografía, posar era, para la gran mayoría, equivalente a quedarse inmóvil, tenso, expectante, serio y más que observando, escrutando el objetivo como gallina mirando sal. Hacerse un retrato, como se decía antes, era una atracción de feria, un capricho innecesario y pueril que no se utilizaba para inmortalizar un momento, sino para complacer caprichos.

Posar es incertidumbre pura. Es imaginarse el reflejo de uno mismo y arriesgarse a verse como te ven los demás y no al revés, como nos presenta el espejo. Y para esto, uno adopta una postura antinatural, aunque luzca agradable a la vista. Cuando veo a gente posando (siempre que yo no fotografíe) me tomo el tiempo para observarlos y aprender alguna que otra cosa de su personalidad, porque en ese instante de inmovilidad suelen comunicar esa aspiración secreta de cómo les gustaría ser vistos por los demás.

De muy pequeño me encantaba posar, porque era lo más parecido a detener el tiempo, era jugar a que durante el instante de la pose todo se detenía hasta que el obturador te hacía un guiño y este lapso era más o menos corto (y a veces desesperantemente largo) según el grado de decisión del fotógrafo.

Tal vez lo que nos diferencia de aquellas poses eternas frente a retratistas a las que se sometían los ricos y famosos antes de la existencia de la fotografía, sea que, al ser instantáneas las modernas, uno no dispone del tiempo de reflexión del que disponían ellos. Porque sería una oportunidad única. Imaginen que para sacar el pasaporte, tuviésemos que hacernos un retratito con pose de unas tres horas. Tanta inmovilidad daría para muchas reflexiones. (o aburrimiento desesperante, comezón nasal o simplemente dolor de culo.)

Después de viejo no tengo contemplación con las poses. Soy implacable. Con una cámara en la mano, intento capturar a las personas y los instantes de la forma más natural posible, porque si tengo suerte logro detener el tiempo cuando aflora la sinceridad de una sonrisa o la espontaneidad de una mueca. Y detrás de ellas, esa naturalidad genuina, tan fugaz que sólo puede ser atrapada con la complicidad de un obturador.

Haz tu Vida.

“Un trabajo seguro es lo primero para volver a hacer tu vida.” Así comienza un aviso publicitario a página completa en letras amarillas sobre fondo rojo con el que me he topado hoy en un periódico de alta circulación. A la derecha de la frase, aparece un closeup de Patricia, una chica de sonrisa plena, nariz refrigerante, ojos amazónicos y labios congoleños. Vamos, de la que todo el mundo estaría de acuerdo en afirmar que es de origen caribe.

El aviso continúa: Patricia tiene a sus padres lejos y quiere hacer una vida aquí. Por eso, trabaja en McDonald’s, donde tienen un contrato fijo y además ha encontrado buenos amigos. Ven a trabajar en McDonald’s y haz tu vida como quieras.

En el mismo periódico, en otras de sus páginas, extraigo la siguiente cita: La Agencia europea de Control de Fronteras, instalará en Canarias un centro de coordinación de todos los medios, expertos y equipos de reacción rápida para afrontar esta situación. [Llegada masiva de inmigrantes subsaharianos]. Ayer mismo el Pleno del Senado aprobó por unanimidad una moción urgente en la que insta al Gobierno a que adopte medidas para frenar la inmigración”

La inmigración ha sido siempre un fenómeno social paradójico. Una marca de fábrica de nuestra condición humana que nos ha permitido llegar a cada rincón del planeta, casi siempre movido por un principio tan simple como contundente: ejercer el derecho de una vida mejor. Pero esto de la “vida mejor” es de una subjetividad enorme, que el perito que llevamos dentro tasa de forma muy particular.

Si vives con menos de un euro al día, la vida mejor que te puedes imaginar es tener lo suficiente para comer tres veces al día. Si tu país es gobernado por señores de la guerra, que invaden tu aldea, violan a las mujeres y cortan las manos a los hombres, tu vida mejor, sería simplemente alejarte de ello. Si tienes un trabajo estable, ganas para comer pero te han asaltado tres veces en el último año, la vida mejor puede ser, estar en un entorno seguro. Son exactamente las aspiraciones inmediatamente inferiores a la satisfacción de necesidades básicas.

Aspirar a una vida mejor es un proceso que no se detiene y emigrar no es más que alcanzar el umbral en el cual tienes que decidir si puedes encontrarla en tu país (provincia ó ciudad) o en otra parte. Cuando existen necesidades básicas satisfechas, casi siempre se intenta buscarlo en el país de origen, cuando eso pasa, la vida mejor es de otra índole: Por ejemplo, en mi país de acogida, el concepto de vida mejor para una familia media es tener dinero para llegar a fin de mes, no cargara con una hipoteca que se lleva el cincuenta por cierto del presupuesto familiar y tener horarios que le permitan dedicar más tiempo a sus hijos.

Así las cosas, la inmigración puede ordenarse, humanizarse e incluso desalentarse, pero no ignorarse o combatirse. Los países con altos niveles de calidad de vida, necesitan de muchas Patricias para mantener dicha calidad. Igualmente, las Patricias obtienen a cambio una oportunidad para “volver a hacer sus vidas”. El riesgo de no digerirlo socialmente, de no tutelar el proceso (sobre todo para determinar cuánto es mucha inmigración) y de pensar que la integración es algo natural; el riesgo decía, es el que los ciclos vuelvan y se produzca unos de los recurrentes intercambios de papeles a los que nos tiene acostumbrados la historia.

Are you lovin’ it?

de la Indemnización

A mí las injusticias, ya que inevitables, me gustan bien cocidas, aunque lo más común es que te las sirvan crudas, heladas y sin guarnición. También resulta inevitable que, luego de descubrir el plato, el camarero adopte una intimidante posición de espera, sereno por el rictus de la expectación y con las manos cruzadas a la espalda, para finalmente deleitarse con la cara de asco de los comensales.

Para poder vivir con la injusticia, mitigarla o simplemente para lavar la imagen, los humanos hemos inventado el concepto de indemnización, una forma de dar cuerpo a la sociedad civilizada. Pero suele pasar con mucha frecuencia, que las indemnizaciones sólo acrecentan la magnitud de las injusticias.

Las injusticias son multisápidas, pero las indemnizaciones que la sociedad, a través de la administración de justicia, suelen proveer son bastantes desabridas. Hay personas que, ante determinadas injusticias, sólo se pueden sentir resarcidas con intangibles tan variopintos como la petición de perdón, la humillación pública, la caída perpetua en desgracia o que simplemente ese eventual hijo de punta pase por lo mismo por lo que los está haciendo pasar. Suelen ser casos en los que una compensación económica no es suficiente y lo que vale es reír al último.

Las sentencias express son un fiel reflejo de ese sentimiento. Ellas fluyen espontáneamente de la cotidianidad, casi siempre precedidas de la palabra ojala. Ojala te estrelles ante los energúmenos con los que nos topamos en la carretera u Ojalá te pudras ante aquellos que se han cebado en otros.

Lo que es curioso, es que ese desequilibrio entre las injusticias y sus indemnizaciones pareciera ser el sello inequívoco de las sociedades llamadas a si mismas civilizadas, alejadas del ojo por ojo y diente por diente y que han conseguido en la compensación económica por daños morales, por ejemplo, el que la gente no se agencie el resarcimiento por sus propios medios. Si, lo sé, es un mal ejemplo, porque hay personas en ciertos países que se “ganan la vida” como demandantes profesionales por daños morales y, como no, eso también es una injusticia.

No es un sistema perfecto ya que en si mi mismo encarna su propia dosis de injusticia, pero es el mejor que hay. Es algo parecido a los antídotos que se hacen a base del mismo veneno que intentan bloquear.

El problema surge cuando las víctimas pertenecen a colectivos suficientemente grandes, como para que la compensación sea inviable, como para que no haya nada que mitigue situaciones profundas de descompensación y dolor: Allí, la única indemnización posible es la que ejercen las propias víctimas por su mano y que puede ser tan imprevisible, como la magnitud de la acumulación de sus frustraciones.

Es una reflexión recurrente, que me viene a la cabeza cada vez que tiro la vista a la prensa que dejan tirada en los asientos del tren los pasajeros precedentes y que leo sin tocar por las tardes cuando regreso a casa. En ella, como si fueran noticias moribundas, los negros siguen siendo traficados, la trata de blancas se dispara y la violencia doméstica comienza a tener tanta relevancia como para pasar indavertida.