La felicidad como gasto de mantenimiento.

Hace poco he terminado de leer un libro de divulgación científica que se ha colado en las estanterías con título de manual de autoayuda. Como ya les he dicho en alguna ocasión, desconfío de los libros en los cuales, el nombre del autor figure resaltado, en tipos o colores más grandes que el propio título. Pero con éste he hecho una excepción: El Viaje a la Felicidad. Las nuevas claves científicas. de Eduardo Punset es un libro hexagonal, que ya va por la cuarta edición y que probablemente las supere, porque, aunque más de uno lo ha comprado por incauto, muchos lo han hecho por acercarse de forma seria a un tema tradicionalmente esquivo y oraculoso para los humanos.

Me había aproximado a él, poco a poco en las estanterías, hasta que los reyes magos me lo mandaron con un amigo. (Por cierto, los reyes han estado muy atinados este año, también me hicieron llegar por adelantado un magnífico Diccionario Panhispánico de dudas, con el que me divierto un montón.) Me atrapó con la primera hipótesis: La felicidad es un gasto de mantenimiento. Puntset, argumentado claramente, parte del principio de que hace menos de cien años, la esperanza de vida humana era de treinta años, y que así las cosas, no había mucho tiempo para estar buscando la felicidad, porque de lo que se tratara era de perpetuar la especie. Luego, cuando nos encontramos con cuarenta años más de vida es normal que nos preguntemos, por la felicidad.

Entrelazando algunos párrafos del primer capítulo creo que puede entenderse mejor la idea:

…Todos los organismos vivos se enfrentan a una alternativa trascendental: deben asumir qué parte de sus recursos limitados dedican a las inversiones que garanticen la perpetuación de la especie, y que parte de sus esfuerzos se destinan al puro mantenimiento del organismo… Los animales expuestos a un elevado riesgo [para su supervivencia] invertirán menos en mantenimiento y mucho en reproducción, mientras que los animales expuestos a un nivel de riesgo pequeño actuarán de la forma contraria… Para la especie humana, cuyo organismo se enfrenta a las inversiones vitales para superar todos estos obstáculos [infancia prolongada, pubertad tardía, búsqueda de pareja, gestación larga, etc.] resultaba contraproducente invertir en exceso en el mantenimiento de un organismo que, de todos modos, no iba a superar los treinta años de vida. Compaginar un coste altísimo de reproducción con una esperanza de vida efímera pasaba por escatimar el presupuesto destinado al mantenimiento y, por tanto, a la felicidad.

Mientras leía, pensaba justamente en las personas que, bien por haber estado sometidas a períodos traumáticos de escasez, terremotos sentimentales o simplemente por desidia emocional, deciden no dar crédito al placer que se pueda experimentar en el camino hacia la felicidad y tiendan a definirla en términos equivocados, que ya se encarga Punset de desmitificar. Además de intentar explicar, claro está, porque hay personas más propensas a la felicidad que otras.

Ha sido una buena lectura para comenzar el año. Una visita guiada por los últimos avances científicos que tratan de explicar desde porqué estamos en pañales ante semejante prioridad hasta intentar aportar una ingeniosa ecuación de la felicidad. Si son amantes de la lectura lenta, se las recomiendo ampliamente.

Todo el Amor de Madrid

Todo el Amor de Madrid pareciera tener dos meses; dado a exhibirse sin pudor en los parques, las paradas de autobuses y las cafeterías humeantes.

Todo el Amor de Madrid pareciera perdurarse en su infancia, apasionarse con el rojo de los semáforos y volver al mundo sólo con el estruendo de los presurosos que no dominan el arte de detener el tiempo.

El Amor de Madrid suele dejar olvidada su bufanda en los mostradores, para tener la excusa de agenciarse su propio calor, desguantarse la sonrisa desafiando la intemperie y hacer salir el sol cuando todo el mundo apuesta a un día nublado.

A este Amor, le gusta arengarse las mañanas entre bostezos mientras hace equilibrio en los abarrotados vagones del suburbano. Y por las noches, forjarse sus propias canciones de cuna antes de ir a dormir.

Porque el Amor a Madrid le brota como violetas y le sigue como los girasoles. En fin, pareciera siempre tener dos meses a fuerza de reinventarse cada mañana entre los corazones.

 

OBITUARIO

En mi pueblo, el cartero era lo más parecido a un forastero. Un vecino ya muy mayor lo envidiaba por tener el mejor trabajo del mundo, ya que el tráfico postal era tan insignificante, que la mayor parte del tiempo se la pasaba durmiendo. Así las cosas, era todo un acontecimiento cuando se le veía coger la bicicleta de uso oficial, meter un papelito desnudo en su opaca bolsa postal y emprender la marcha, no sin antes arremangarse el pantalón hasta su rodilla derecha, para no mancharlo con la cadena.

Lo bonito de los carteros de pueblo es que cuando salían al reparto, lo hacían escoltados por un enjambre de niños curiosos, que le perseguían para averiguar no sólo quien recibía misivas, sino también intentar enterarse de su contenido. Pero nada levantaba tanta expectación como los telegramas. Recibir un telegrama era sinónimo de malas noticias, porque en los pueblos, sólo éstas tienen carácter urgente. Enterarse que Remigita había recibido un telegrama era suficiente para saber que había que ir a dar un pésame.

El telegrama cumplía una función social importante, porque las noticias malas, las malas absolutas e inaceptables, se empotran mejor en el alma leyéndolas.

No era que apocaran el mensaje, era sólo que te dotaban de una capa intimidad, que te protegía de la crudeza de las malas noticias.

El telégrafo es el precursor de casi todos los usos sociales de Internet. Es fascinante descubrir cómo el Chat, la mensajería instantánea o el spam, eran ya conocidos, aunque en menor escala, en la era Victoriana. Aún más, que el primer uso civil de los telégrafos visuales, aún no basados en la electricidad, fuese para un hecho tan inesperado, como transmitir los resultados de la lotería.

Estas y otras reflexiones telegráficas me han mantenido entretenido en los ratos de tren en los que vuelvo a casa, desde que leí esta noticia la semana pasada. Se que es normal y necesario, pero soy un nostálgico irremediable. Sólo me consuela saber que, el cerebro primitivo de la sociedad conectada de hoy, donde se almacenan los instintos sociales de la comunicación electrónica, es sin duda alguna el telégrafo; y que las grandes tecnologías nunca mueren, sino que evolucionan y se transforman.

(PUNTO)