La autoescuela, el Castellano y myself

Una serie de líneas de gran anchura, dispuestas en bandas paralelas al eje de la calzada y formando un conjunto transversal a la misma, indica un paso para peatones. Del manual del conductor.

Ayer obtuve mi carné de conducir español. Fue una experiencia de aprendizaje interesante, no sólo por el conocimiento adquirido sobre circulación, sino por todo lo que he aprendido sobre el castellano. A mi la palabra examen se me atraganta – creo que es porque lleva una “x” – así que antes de presentarme a alguno, tengo que, no sólo tener la cantidad de conocimientos adecuados, sino sentir que los tengo.

El examen teórico no prueba los conocimientos de circulación (solamente), sino la capacidad de compresión lectora del futuro conductor y, para alguien como yo, que no habla castellano correctamente, es un problema.

STOP.

Una de las primeras sorpresas fue descubrir que, aunque la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial expone en su artículo 56 que Las indicaciones escritas de las señales se expresarán al menos en el idioma español oficial del Estado; la obligación de detenerse en España se expresa con una señal que pone STOP. Así que, un humilde servidor expuesto toda a su vida a la señal PARE, tiene que desaprenderla para adaptarse.

Adicionalmente, desde el punto de vista de circulación, existe una diferencia bien delimitada sobre las palabras detenerse, pararse y estacionarse. Así, frente a un semáforo en rojo no se debe efectuar una parada, sino una detención.

Transfiguración.

En una de las primeras clases le escuché al profesor indicar que, “entre el ocaso y la salida del sol” eran obligatorias las luces de cruce para circular. Atento alumno que soy, levanté la mano y pregunté ¿cuál de ellas? Julio (mi profesor de teoría) esbozó una sonrisa de desconcierto y respondió encongiendo los hombros, ¡pues las dos hijo!

Pasó un rato hasta que caí en cuenta que las luces de cruce no eran las que se utilizan para indicar un giro a la derecha o a la izquierda, sino lo que popularmente denominamos en el caribe, las bajas. Porque las que se utilizan para indicar el giro son los intermitentes indicadores de dirección. Lo mismo pasa con la primera o segunda velocidad, que aquí no son tales, sino marchas.

Y así muchas nuevas palabras del léxico automotor como: horcajadas, balizamiento, embrague, gálibo, calzada, arcén o catadióptrico.

Seguir instrucciones.

En la prueba práctica determinan si se es apto para seguir instrucciones. A mi se me da bien, en líneas generales, seguir las instrucciones visuales representadas por las señales de circulación. Lo jodío es, además, seguir las del examinador. Si no es porque a última hora realicé una sesión de autohipnosis para sustituir la expresión “seguir derecho” por “seguir recto”, no hubiese aprobado, porque dada la tendencia de algunas personas a comerse las últimas vocales de las palabras, siempre dudaba sobre si lo que había escuchado era derecho o derecha, aunque era una duda absurda porque vamos, quién en su sano juicio va a seguir derecho cuando puede seguir recto.

Finalmente una de las instrucciones más complejas de asimilar, aunque resulte una tontería, era cuando, en un adormecimiento de mis reflejos ante una intercepción o un semáforo ya en verde, mi bella profesora de prácticas me indicaba, “¡tira!, ¡tira!”… y yo sin moverme… porque era incapaz de asociarlo con “iniciar la marcha impetuosamente” sino, con lo que (condicionamientos culturales de por medio) mi querido lector ya podrá imaginar. ¡Que mente tan cochambrosa!

La pronunciación del tres.

Las palabras que más me cuestan pronunciar en inglés son – aparte de aquellas monoconsonánticas – las que terminan con los mismos sonidos de Mountain (moun’tən) y Manhattan (măn-hăt’n, mən). Para que suenen como las pronuncian los narradores de noticias de la CNN, tengo que articular un sonido gutural-oclusivo y retronasal con un leve movimiento del pescuezo. Vamos, que me cuesta.

Tal vez sea un error, pero cuando no se aprende un idioma en la infancia, ya de adulto el cerebro no reconoce como propios ciertos sonidos, así que busca dentro del acervo sonoro de su propio idioma, el que más se parezca a lo que escucha en otro. En general no tengo problemas para hacerme entender en inglés, salvo la timidez – aunque esa también la tengo en castellano – pero cuando me toca pronunciar Mountain, Clinton o Manhattan, se me enreda la lengua. No encontraba un sonido en mi propio idioma que me permitiera modelar a partir de él la pronunciación de esas palabras. Hasta hace unos días, cuando reparé en la pronunciación de las eses “s” terminales de ciertas palabras del castellano en su vertiente Caribeña.

Iba yo por una calle cualquiera del caribe profundo, cuando una sólida mujer de aspecto solidario llamaba a la puerta enrejada de una casita verde con tan potente voz que, fue como una revelación. A la vez que hacía sonar la reja con una moneda, inspiraba una bocanada de aire para soltar, en fuerte, clara e inteligible voz: Señooor Luiiiís, vamos que son las treess.

La “s” al final de esas palabras se torna en algo como el sonido que producirían una “g” y una “n” juntas. Así, Luis suena, Luign, tres suena tregn y pues suena pugn. Esos sonidos que sí se hacer y que dependiendo de mi exposición prolongada al castellano caribeño me salen con asiduidad pasmosa, me han servido de base para acercarme más a ese sonido prohibido que en inglés corresponder a los signos fonéticos “ən”. De momento lo que he hecho es sustituir la “g” por la “t” pero dejando caer la “n” con la cadencia reverberante que usualmente se puede encontrar en los ejecutantes del beatboxing.

Sólo por curiosidad, me gustaría saber cómo se escribe ese sonido en el alfabeto fonético internacional. ¿Algún fonólogo en la audiencia?


Nota del Cartero.
Esta nota está dedicada a Palas Atenea.

Pornografía Rural.

De entre los géneros impúdicos en peligros de extinción el que más entrañable me resulta es el de la pornografía rural. Sorprende ver cómo unas rústicas revistas en formato de bolsillo, ramplonas, de vocación fugitiva y con rubias extranjeras de aspecto acamaronado en la portada, siguen prestando un “servicio” – distorsionado, pero sin muchas alternativas – en el ámbito rural.

El “despertar a la sexualidad” (curiosa expresión con la el cura de mi pueblo se refería a los calentones de la adolescencia) aún se lleva a cabo en muchas zonas rurales del tercer mundo de forma desasistida, desamparada y auspiciada casi en exclusiva por la pornografía. A pesar de los riesgos que esta realidad eventualmente aporta a la conducta sexual de los jóvenes, hay otros aspectos que pueden ser analizados, al menos, desde su perspectiva anecdótica.

La primera revista-mala que cayó en mis manos tenía nombre código: Manual de Folklore. Era inevitable que llegara a mis ojos, porque cursé el bachillerato con cupo para foráneos, sólo disponibles en las secciones de repitientes que, por alguna extraña razón, se sentían en la obligación de “abrirme los ojos”. Me dispensará hoy querido lector, abusaré de las comillas porque soy de pueblo y aún me da un poco de pudor llamar a las cosas por su nombre.

Además del agravio comparativo “dimensional”, lo que más me llamó la atención fue que las fotografías en las revistas porno eran un recurso escaso y tenían que ser explotadas al máximo. Por esta razón, solían estar acompañadas de abundante texto e imaginación, al punto que entre distintas entregas, los redactores podían inventar historias completamente diferentes para los mismos protagonistas. Esto daba lugar a que el mismo desconocido llamado Freddy fuera en una entrega fontanero y en otra, un lujurioso profesor de matemáticas.

Pero el ejercicio verdaderamente interesante venía después (como me está costando no hacer que todo lo que escriba tenga un doble sentido). Me refiero al ejercicio de hacer honor a la tradición oral (de contar las historias, quiero decir) y ejercer de cuenta cuentos para tus amigos. Como soy realmente malo en el uso de la palabra, esta labor era casi siempre llevada a cabo por otro amigo con una capacidad especial para la interpretación, que a la postre se graduó con honores de Licenciado en Teología en el seminario.

Contar las historias porno de las revistas tenía dos variantes: En la primera, las contabas con apoyo fotográfico y la función de narrador se limitaba a leer las historias en las revistas e ir mostrando las fotos al grupo que se reunía alrededor. Aunque pueda parecer sencillo, era un poco complejo, porque los diálogos eran torpes, repetitivos y desestimulantes. Vamos, que leer un ¡uy! ¡ay! ¡umm! resultaba algo antinatural. La otra variante, en la que no había revistas pero se inventaban las historias basadas en las mismas, sí que se llegaba al paroxismo de la capacidad narrativa. Si bien la mayoría de las veces eran mentiras que todos nos creíamos sobre mujeres irreales, da igual que se tratase de rubias obscenas o alguna prima anónima de la capital (se conoce que las primas anónimas de la capital tenían fama de liberales), la tensión hormonal nunca estaba ausente. Del tipo de tensión que en otras variantes y en dosis más armónicas nos mantienen atados a una novela de intriga o a una buena película de suspenso.

Es ese aspecto entrañable de la pornografía rural al que hacía referencia. Su propia naturaleza escasa evitaba la tendencia al abuso y a la insensibilización precoz propia de éstos días, a la vez que ejercitaba uno de los componentes de la sexualidad más importantes: La imaginación.